Dentro de la zona urbana de Guanajuato, o en sus linderos, quedan aún espacios que otrora, antes de que el futuro nos alcanzara, conservaban un aspecto agreste e intocado por el desarrollo, pero que ahora intentan sobrevivir a la asfixia constructiva que ha dejado sin vida a otras áreas de la ciudad cuyo recuerdo se ha perdido.
Muchos deportistas, senderistas o simples paseantes llenan cada día el sendero del Orito, un camino que da entrada y rodea las 144 hectáreas del que ahora es un parque ecológico y que antaño hiciera honor a su nombre, debido a las riquezas extraídas de la mina ubicada en uno de los extremos, de la cual aún pueden admirarse los restos.
El camino principal del parque ecológico.
Volvamos a la senda. Esta inicia a un costado de la Panorámica, justo atrás del estacionamiento de la Escuela de Minas de la Universidad de Guanajuato (UG) y termina en el tramo de la misma carretera que se interna entre las casas de San Matías y desemboca en la colonia Matavacas, a un lado del llamado “Castillo de Santa Cecilia”.
La ruta es muy transitada y conocida, pero el verdadero tesoro del Orito, aunque a la vista de todos, se descubre más abajo, en el curso del arroyo. Recorrer esa hermosa cañada es internarse en un mundo primigenio, donde la vegetación ha recobrado su imperio e hilos de agua cristalina todavía corren y son el campo de juegos de diminutos tepocates, chinches de agua, caballitos del diablo y otros seres alados, reptantes o saltarines.
A poco de que se avance por entre la densa vegetación, una pared de gruesos muros cruza de lado a lado, cual poderosa muralla. Si tiene uno suerte, verá caer una pequeña cascada desde lo alto, que proporciona un sentimiento de sereno regocijo. Es la antaño famosa presa del Orito, hoy azolvada, pero en otros tiempos tan abundante que en ella perdió la vida, ahogado, más de algún nadador infortunado.
El grueso muro de la antigua presa.
Cauce arriba, hay un área pequeña donde se instalaron asadores, bancas y mesas de metal y madera, con un acceso que llega desde el camino principal. Sin embargo, la incuria ha hecho presa del lugar y las instalaciones se encuentran semidestruidas, una lástima porque en tiempo de lluvias abundan allí pozas de buen tamaño, mas no profundas, ideales para que chicos y grandes puedan darse un chapuzón sin peligro.
La zona de asadores, en el abandono.
El arroyo asciende aún más, hasta la curva del camino y se pierde, pero al ojo atento no escapa un socavón, excavado por la mano del hombre que da salida al agua en tiempos de crecidas. Hay que subir, cruzar el sendero y entonces se arribará a las ruinas del complejo minero, que actualmente aloja un vivero perteneciente al municipio.
Quedan ahí los muros de las antiguas oficinas, un socavón con una reja protectora y un tiro lleno de agua, cubierto por una malla para evitar alguna lamentable travesura de los imprudentes que nunca faltan. Es un testimonio de que allí, extraído de las profundidades, efectivamente alguna vez refulgió el brillo del oro, y sin duda también el de la plata.
El arroyo sigue subiendo del otro lado, cada vez más angosto pero no menos llamativo, ahora entre pinos y eucaliptos. Otra presa pequeña, tan vieja como la anterior, es la antesala de la carretera que lleva finalmente al mineral de Santa Ana, donde uno puede finalizar el recorrido por el riachuelo que se diluye entre las rocas y manantiales donde nace.