Se alzan hacia el norte desde tiempo inmemorial. Su imagen es tan común, desde cualquier lugar del centro histórico, que sus cimas resultan ineludibles cuando se evoca mentalmente el paisaje. Son los cerros de Sirena y del Meco, cuyas enormes moles rodean a la cañada, cual celosos guardianes de Guanajuato.
Antiguamente, “la Crucita”, como se denomina popularmente al cerro de Sirena, solía presentar, en su zona media, allí donde se asoman las rocas de intenso tono rosa, gráficos pintados de color blanco que unas veces eran frases y otras algún dibujo. Uno de ellos, que permaneció durante mucho tiempo, era una carita sonriente, un simple círculo con un par de ojos y una boca curvada, un emoji de la era pre internet.
Ya no. Hoy, en las áreas donde hay un poco de tierra, crece ese pasto largo que cuando florece muestra pequeñas espigas de color violeta, de donde surgen cactus (nopales, garambullos, biznagas), casahuates, la peculiar cincollaga o el oloroso romero. Lo demás es roca desnuda, sea el poroso peñasco de las zonas bajas, la blanca cantera o el granito grisáceo de la cima.
Subir actualmente a Sirena es más sencillo que antes, pues hace décadas la cuesta iniciaba, literalmente, en el cerro del Cuarto o en Rayas. Ahora se puede acceder en vehículo muy arriba en la ladera, debido al crecimiento urbano que poco a poco devora las áreas silvestres y las cubre de cemento. Sin embargo, la parte más empinada aún es un buen reto para el caminante o el deportista. Y la recompensa es sublime.
“La Crucita” se eleva a 2 422 metros sobre el nivel del mar, es decir, casi medio kilómetro por encima de la mancha urbana. Su sobrenombre es obvio: posee una cruz de metal en su cumbre. Su denominación oficial, en cambio, deriva del cercano yacimiento que se ubica en una de sus laderas, rumbo al mineral de Peñafiel, y que se explota desde hace centurias.
Una vez arriba, se tiene la mejor vista de la ciudad y alrededores. El viento sopla con cierta intensidad. Hacia el norte, desciende suavemente hasta conectar con los montes vecinos, donde la mirada se pierde entre los pliegues de la sierra de Santa Rosa, con la presa de Mata en un resquicio. Una falla, que en ocasiones produce enigmáticos ruidos subterráneos, la atraviesa, abriéndose en una amplia grieta sobre la ruta que lleva al cerro adjunto: el Meco.
Al parecer, los primeros pobladores de lo que hoy es Guanajuato fueron Otomíes, considerados una tribu chichimeca. La denominación “cerro del Meco” y el callejón del mismo nombre son una aféresis de “chichimeco”, pues se cree que en esa zona estuvo el primer poblado. Incluso hay quién ha aventurado que las dos rocas con forma de rana que posee el cerro hacia Pastita originaron el nombre actual de la ciudad, de origen tarasco: Quanaxhuato, “lugar montuoso de ranas”.
Sea cual sea la verdad, el cerro del Meco es otro referente visual. Su cima plana también se ve casi desde cualquier lugar y el acceso al mismo es relativamente fácil. Como no podía ser menos, tiene no una, sino dos cruces, aunque más pequeñas. Admirar desde ahí el casco urbano, es como imaginar que algún ser gigantesco soltó las casitas, los callejones y las plazuelas desde lo alto, desparramándose las mismas para dar forma a Guanajuato que, así, quedó acunado entre sus dos cerros guardianes.