A lo lejos, muestra una peculiar forma de domo que le da nombre. Literalmente pegado a las últimas casas del cerro de los Leones, constituye una especie de frontera entre el área urbana y el acceso natural a la antigua zona minera del oriente, donde, kilómetros más allá, se ubican los pueblitos del Cedro, El Cubo, Peregrina y Villalpando, este último convertido en fantasmal caserío.
El acceso a esta colina es fácil: sigue primero las calles recientemente trazadas por los recientes asentamientos humanos y continúa por un antiquísimo camino que todavía conserva un buen tramo de empedrado, ya pulido por el paso del tiempo y el efecto del viento, la lluvia y el calor. Esta senda es visible desde muy lejos por el rumbo de la ciudad, pero se pierde entre los matorrales al dar vuelta a la colina por el este.
Las últimas viviendas de la mancha urbana abrazan la cuesta. Un gran tinaco que provee de agua al vecindario, surtido por un manantial que nace en una cueva del mismo cerro, marca el inicio de la vereda de ascenso. La subida no representa un gran esfuerzo y ofrece, a la izquierda, la hermosa vista de la Presa de la Olla y alrededores, destacándose las manchas verdes del Jardín de las Acacias y del parque Florencio Antillón, así como las instalaciones del Instituto Lasalle y el hermoso templo neoclásico de La Asunción.
Pronto se presenta una disyuntiva: bordear la cima por el occidente o al lado contrario, pues trepar de frente es imposible por medios comunes, ya que las fuerzas primigenias que formaron los cerros que rodean a Guanajuato los hicieron escarpados y agrestes por el frente, pero dejaron una suave pendiente por atrás, como se puede comprobar fácilmente en Los Picachos, Sirena o El Meco. Cualquiera sea la ruta elegida, se encontrarán laderas desgajadas o loseros abandonados de diversos tamaños y profundidades.
Es gratificante subir temprano por la mañana, pues entonces podrá disfrutarse la majestuosidad del Sol naciente. Los rayos doran arbustos y árboles, desperezan a serpientes y lagartijas e iluminan el panorama, que se convierte en una alargada planicie extendida hacia el cerro de Chichíndaro, lugar de verdor que anuncia la espesura serrana.
Unos cuantos pasos más y se llega a la cumbre, donde —no faltaba más— se ubica otra de las muchas cruces que coronan los montículos que rodean a Cuévano. Al estar a descubierto, el viento sopla con cierta fuerza, pero el paisaje que se extiende a los pies del paseante compensará el esfuerzo. El paisaje de Guanajuato desde allí es inusual y no suele mostrarse en las fotos turísticas.
Si se tiene suerte, según la hora, podrá identificarse el “rostro de Cristo” que forma el juego de luces y sombras en uno de los cerros de enfrente. A su lado, se muestra el llamado “cerro del Animal”, donde los escurrimientos de agua han creado sobre la pared rocosa sorprendentes símiles de pinturas rupestres (cualquiera puede identificar a un venado con la cabeza vuelta hacia atrás).
La quietud es tal que inspira un respeto casi místico y cierta preocupación. La muy cercana urbanización hace temer que, a la vuelta de pocos años, sitios como éste sean devorados por el asfalto y se pierda para siempre el encanto de conocerlos y disfrutarlos. Antes de retirarme, hago votos por que el Cerro de La Bolita se mantenga a salvo de tal amenaza.