Decían que una mujer aparecía, muy de noche, en el puente. Que pedía “aventón” a los autos que pasaban y, cuando algún conductor se detenía, subía siempre en el asiento de atrás. Que no hablaba y se cubría el rostro con un velo. Pero al poco rato, la gentileza y galantería se volvían susto, pues la dama se esfumaba sin explicación alguna, por lo que más de un caballero terminaba con los cabellos erizados y pálido como la cera.
Eran otros tiempos, cuando la ciudad de Guanajuato era pequeña y más allá de Marfil comenzaba el campo. No existían Las Teresas, ni fábricas de transformadores ni recicladoras. Santa Teresa quedaba lejos y Silao todavía más, ya que pensar entonces en una autopista era un sueño guajiro. La oscuridad reinaba en la pronunciada curva del puente llamado en esa época de Santa Ana, por lo que encontrar a una mujer deambulando a deshoras resultaba no solo inusual, sino deschavetado.
Paralelo, corría el otro puente, el del ferrocarril, del cual solo queda el recuerdo y los muros que lo sostenían, aunque por debajo, en tiempo de lluvias, aún corre agua limpia por el cauce que baja del Tajo de Adjuntas, antes de contaminarse fatalmente, cuando se une con el río Guanajuato para formar una sola corriente, misma que desemboca en la presa de la Purísima, con su templo hundido y bajo la vigilancia del cerro del Sombrero.
Sin embargo, al paso de los años, la capital guanajuatense ha crecido. Nuevos asentamientos, comercios, gasolineras y hasta moteles se extienden a lo largo de lo que hoy es la carretera libre. Las luces alumbran el entorno del puente, que incluso cambió de nombre y ahora se denomina “Nochebuena”. Los autos pasan a mayor velocidad y ya no suben a nadie… no vaya a ser la de malas, con tanta inseguridad.
¿Qué ha sido de la mujer fantasma? Durante mucho tiempo me intrigó la cuestión, pero terminé por ocultarla en un sitio recóndito del cerebro, hasta que, recientemente, en un paseo por las cercanías de la presa de Burrones, topé con otro puente, llamado también de Santa Ana y que debe ser el original, pues su estructura de piedra denota mayor antigüedad y su anchura no podría abarcar dos carriles, sino solo un camino, más apto para carretas que para vehículos motorizados.
El puente en cuestión forma parte de la antigua ruta al Tajo de Adjuntas, mineral desolado que se localiza al fondo de la barranca donde se desliza el arroyo. Bajo el arco se forma un estanque de cierta hondura, ideal para darse un chapuzón, aunque el agua es, francamente, helada. Llama la atención una pequeña cruz junto al cauce, pegada al muro, coronada con cinco crucecitas, cada una de las cuales tiene escrito el nombre de un niño: “Bebé”, “Ary”, “Cuyito”, “China” y “Juanito”. Debió ser una dolorosísima tragedia. Un par de cochecitos allí colocados muestran que alguien aún los recuerda y les lleva regalos.
Tampoco falta el grafiti, pero esa huella de artificiosa modernidad se compensa por el esplendoroso marco de los cerros, cubiertos de verde pese a la cercanía de las colonias periféricas. En ese sitio, volvió el recuerdo de la mujer fantasma y sus paseos nocturnos. Creo que, seguramente, huyó del mundanal ruido del otro puente, para aparecerse ahora en este viejo camino, cuando llega la noche, ante los incautos que osen pasar por allí, aunque no sean demasiados ni tampoco viajen en carro, ya que espantar ha de ser una manera de divertirse y no aburrirse en el más allá.