Un episodio llega a la memoria
bajo los arcos de Belaunzarán
En realidad, sí tiene puertas, unas pocas, al inicio y a medio camino, pero la mayor parte de su recorrido consta de altos muros, angostas aceras y, eso sí, imágenes de postal. Recibió su nombre gracias a un hecho histórico que tuvo como protagonista a un fraile dieguino.
Eran los primeros años de la lucha de Independencia. El gobierno virreinal, sorprendido por la rebelión, tardó en reaccionar y perdió casi de inmediato, en cruenta lucha, la entonces muy importante y rica ciudad de Guanajuato, así como otras localidades del Bajío, hasta que el ejército insurgente, inexplicablemente, frenó su avance y dio marcha atrás cuando tenía a su merced la capital del país.
Vino entonces la furibunda reacción de la autoridad colonial. Armó un poderoso ejército y lo puso al mando del eficiente pero brutal Félix María Calleja, para combatir a quienes habían osado levantarse en armas contra la corona española. Las fuerzas realistas derrotaron a los rebeldes primero en Aculco (Estado de México) y Puente de Calderón (Jalisco), hasta alcanzar y capturar a los líderes en Acatita de Baján (Coahuila).
José Ma. Morelos, Ignacio López Rayón, Francisco Javier Mina, Vicente Guerrero y otros proseguirían la lucha, pero eso es otra historia. Lo que importa narrar ahora es que Calleja, durante la persecución de los insurgentes, se enteró de que 138 españoles —hombres, mujeres y niños—, que estaban presos en la Alhóndiga de Granaditas, habían sido masacrados el 24 de noviembre de 1810 por una turba enardecida.
Al saberlo, el brigadier español y su lugarteniente, Manuel de Flon, se dirigieron a Guanajuato, adonde llegaron el 25 de noviembre. Se ordenó al corneta tocar “a degüello”. ¿Qué significaba eso? Era una práctica de origen moro que los españoles habían aprendido e imitado en su larga Guerra de Reconquista. Consistía en una lucha sin cuartel, sin hacer prisioneros, cortándole el cuello, de oreja a oreja, a cualquier enemigo. La intención era ejecutar a uno de cada 10 varones de la ciudad, por haber apoyado la rebelión.
Así que mientras las tropas descendían por la Bajada del Tecolote, el pánico se apoderó de los habitantes. Surgió entonces la figura de José María de Jesús de Belaunzarán y Ureña. Perteneciente a la orden de los franciscanos descalzos, había nacido en la capital del país, estudiado en Valladolid (Morelia) y fungía como guardián del convento de San Diego, cuyas hundidas ruinas pueden verse hoy en día a un lado del templo del mismo nombre. Según fuentes históricas, en la plazuela que está frente a esa iglesia, hizo frente a Flon, con un crucifijo en la mano, y le exigió detener la masacre, al señalar que “esta gente no ha causado el menor daño… ¡Se lo pido por este Señor, que en el último día de los tiempos le ha de pedir cuenta a usted de esa sangre que quiere derramar…!”.
Las palabras del padre surtieron efecto y la orden fue suspendida, aunque no escaparon de la muerte 156 rebeldes, que fueron ahorcados en las plazas de la ciudad durante tres días, antes de declararse un indulto general. La memoria del pueblo guanajuatense nunca olvidó ese episodio, que se relató de generación en generación.
Así, cuando se decidió convertir parte del río en calle, la nueva vía, inaugurada el 15 de septiembre de 1951, en presencia del presidente Miguel Alemán Valdez y del gobernador José Aguilar y Maya, se le puso el nombre del párroco, el cual años después se convirtió en el primer obispo del México independiente, a cargo de la Diócesis de Linares (Nuevo León).
Recorrer la calle a pie permite admirar con calma los vetustos arcos que la adornan, las plantas que inopinadamente crecen en algún rincón inaccesible: enredaderas, cactus encaramados en la piedra, umbrosos pirules, y hasta un angosto túnel de desagüe parcialmente cubierto, tal vez para evitar, además de miradas curiosas, las incursiones los aventureros que no saben medir el riesgo.
La rúa transcurre entre altas paredes de adobe o piedra y roquedales. La cruzan el viejo puente de los Desterrados y restos de otros que antaño enlazaban las dos riberas del río. En el sentido que va de Embajadoras a la calle Sóstenes Rocha, en los primeros metros se han abierto accesos a algunas viviendas que antes no existían, y desde 1996 luce la gran abertura del túnel Ponciano Aguilar.
Aproximadamente a la mitad del trayecto, una escalera conduce a algunos inmuebles edificados en armonía con el entorno, y casi al final, muestra los dos boquetes gemelos que indican la entrada y salida del estacionamiento San Pedro. Justo en la última curva, aparece la entrada al túnel La Galereña, para culminar en una larga recta, que por un lado conecta con la calle del Campanero y estrechos callejones hacia la Bajada del Tecolote, por donde un día descendió un ejército sediento de venganza, que fue detenido por un valiente padre, armado solamente con su poderosa voluntad y un crucifijo.