Juegos, azar, erotismo, pasiones y riquezas que se quedaron en la nostalgia centenaria
“Por las calles un continuo transitar de la gente de a pie; el ir y venir de los coches de sitio que se tomaban como por asalto; los mozos de cuerda con las parihuelas y los cestos llenos de provisiones, aquéllas con los menús de los elegantes, éstos con los populares chiles rellenos, el jocoqui, los frijoles, los aguacates, etc., etc”.
Era el Guanajuato de los últimos años del siglo XIX en su gran fiesta de la Apertura de la Presa de la Olla, dibujada en el texto llamado “La apertura antaño” el 31 de julio de 1910 en el semanario La Opinión Libre, dirigido por el Lic. Isidro Guerrero. El relato continuaba:
“En la presa la madre naturaleza convidando al esparcimiento, despertando los dormidos deseos con sus cerros llenos de vejetación (sic) y sus murmuradores arroyuelos; las alturas que circundan aquel precioso valle cubiertas de tiendas de campaña y de enramadas donde la gente del pueblo se guarece de los rayos del sol; las guitarras y las canciones dejándose oir (sic) por todas partes; los vendedores de mezcal gritando: ¿quién se condena? ¿quién se condena?. En las callejuelas del paseo los puestos de comida y de fruta con los carcamanes, las ruletas, los albures, las loterías y demás invenciones de este género para desplumar a los incautos”.
El juego, el azar, era como la vida: la incertidumbre de nacer y sobrevivir o de llegar a viejo entre inundaciones y enfermedades:
“En las partidas, los tarolitos venecianos, la orquesta con la marimba y la cantadora para atraer á los puntos (lo que hoy conocemos como la “ficha”, la comisión por la bebida consumida por el cliente); el salón con magníficos espejos; las mesas con tapete verde y sobre ellas las deslumbradoras planchas de oro y plata. Rey, as, oro, espada grita el tallador echando el albur; llueven las apuestas; el tapete está lleno de pilas de pesos con el resplandor hacia arriba para que no vuelen; el punto que acaba de ganar corre el albur, y todos con profundo silencio y fija la mirada en la baraja esperan la decisión de la suerte. As de oros viejo grita el tallador. Se oye el sonido del dinero que recogen los gananciosos, diciendo: es natural, iba de juego; mientras otros exclaman desesperados: estoy muy de malas, no puedo atinar un albur. Más allá gritan: camonina, y reciben diez ó quince pesos. Por aquí empeñan una prenda, por allá piden un préstamo al amigo, y siguen hasta el amanecer el juego, la música y el canto y las copitas. Y los pudientes salen debiendo dos ó tres mil pesos de caja”.
Era la alegría de un pueblo que traspasaba moralidades para hacer de su gloria y placer un día de inolvidable recuerdo de canto y música, de licores y sueños de riqueza ganada en la fe en un naipe. Era la sonoridad hecha canción:
“En la plaza de gallos, la orquesta, las bailadoras bailando el jarabe tapatío y la jota, las cantadoras de fama popular y los gritos: quien quiere á seis, voy á Jalisco; el gritón exclama: silencio; unos á seis; otros á siete; cada quien cobre como haya cazado; Jalisco es la grande; ¡cierran la puerta! Los gallos se despedazan; los amarradores no les quitan la vista cuidando de que la navaja no se despunte. De repente uno de los gallos rueda muerto, y el gritón exclama: ¡ábrase la puerta, que se hizo chica!”.
Querendones y multiplicadores de la raza, al igual que en el siglo XIX, el guanajuatense de hace más de 100 años le rendía el culto a Afrodita, fruto de las travesuras de Cupido:
“Y á todo esto el travieso Eros por los cerros, por las partidas, por la plaza de gallos, por todas partes haciendo de las suyas. A rendirle culto han venido asequibles hermosuras de Guadalajara, de México, de los Estados Unidos, de donde quiera”.
¡Ay, chaparrita, si no me aprovechas ‘ora, ya no me verás de nuez!
La apertura ogaño
Pero la felicidad no dura para toda la vida y en 1910 la nostalgia ganaba a M.M., el redactor de la nota:
“Hoy la tradicional fiesta se reduce á ir en tranvía á respirar por unas horas el aire libre y embalsamado de los jardines y pintoresco valle de la Presa; á ver saltar una hermosa cascada de agua que se forma haciendo girar las gruesas láminas de fierro que coronan el dique; á oir unas piezas de música ejecutadas por la banda del Estado; á ver la concurrencia vestida y al bello sexo luciendo el magnífico rebozo. Y vuelta cada uno á su casa á comer y á dormir en paz y en gracia de Dios. Apenas se queda uno que otro devoto de las casitas de campaña”.
El redactor explicaba y justificaba el cambio. La paz porfiriana era impuesta en Guanajuato por el gobernador Joaquín Obregón González y había prohibido el juego y la francachela desenfrenada:
“Tanto mejor: los placeres, mientras más sencillos, más duraderos; y no llevándose el dinero los tahúres de profesión, menos penurias tendremos”.
Y remataba con la novedad de su tiempo:
“Olvidábamos hablar del gusto de los operarios de echarse furtivamente á nado; á la presa el día de la apertura; lo que los expone á ser castigados correccionalmente y aún á morir arrastrados por la corriente”.
El texto anterior fue publicado el día que La Opinión Libre se despedía de sus lectores. Una vez que Joaquín Obregón González y Porfirio Díaz resultaron reelectos, el semanario cumplió su misión y sus redactores se dedicaron a otros objetivos. No esperaban que en menos de un año el México porfiriano, afrancesado y moralino, que se retrataba en las Fiestas de San Juan, habría de empezar a transformarse con una rebelión armada que le pusieron por nombre “Revolución Mexicana”.
Tradición y transformación
El libro El agua en la ciudad de Guanajuato, problema de siglos, publicado por la Secretaría de Programación del Estado de Guanajuato en 1983, relata que “en 1714 Guanajuato y en general toda la Nueva España sufrió una gran escasez de agua, en virtud de la escasa precipitación. La falta del vital líquido ocasionó la pérdida de cosechas, ganado y por consiguiente generó hambruna.
En 1741, en el mes de julio, continúa el texto, se acordó mediante la Sesión de Cabildo construir una presa, en el predio conocido como “Rancho de la Hoya Grande”.
Don Vicente de Sardaneta y Legaspi, dueño en mayoría de la mina de San Juan de Rayas, aportó la mitad del costo de la obra. El restante 50 por ciento del costo total de la obra lo puso el Ayuntamiento de Guanajuato. La presa comenzó a operar antes de ser concluida: se llenó por primera ocasión en el año de 1747. Quedó completamente terminada en 1749.
En sus fabulosas efemérides, Lucio Marmolejo describe que el calicanto de la presa tenía una altura de unas tres o cuatro varas menos (unos tres metros) que en la actualidad y que en toda su longitud existían, distribuidas, cinco medias columnas que soportaban otras tantas estatuas de cantería, probablemente de santos. (A la manera de las columnas que se localizan aún en la presa de los Santos en Marfil).
A partir del siguiente año comenzó la celebración del 24 de junio, como agradecimiento a un favor concedido por San Juan Bautista, patrono de la ciudad. La presa permitió conservar fresca agua pluvial bajada de la serranía. Se constituía, de igual manera, en un nuevo centro de recreo para las y los habitantes de Guanajuato.
Eran caminatas desde la ciudad hasta la presa, por entre veredas que bordeaban al río. En 1795, el intendente Juan Antonio de Riaño y Bárcena comenzó la construcción de un camino por el que pudieran transitar coches tirados por bestias de tiro y carga. Así surgió la base de lo que luego sería el Paseo de la Presa.
La Nueva España habría de cerrar su ciclo, con una revolución de Independencia que afectó a la minería e hizo entrar en crisis a la ciudad.
El naciente país nació convulsionado, con la disputa por un proyecto de nación: conservadores, liberales, republicanos, centralistas, monarquistas, federalistas y confederalistas. En ese contexto, la Presa de la Olla hizo una pausa en su desarrollo.
Según la investigadora Verónica de la Cruz Zamora Ayala, la Presa de la Olla permaneció hasta 1846 completamente despoblada. Resalta que “las últimas casas de la ciudad llegaban a las haciendas de san Antonio de Puerta Grande, de San Agustín, de San Sebastián y de San Jerónimo, para adelante sólo existían las chozas de los ranchos de Los Garridos y de La Olla, la casa del Ayuntamiento junto a La Presa, las ruinas de otra frente a ésta, y las haciendas de Zaragoza y de Santa Gertrudis, también en ruinas”.
La apertura de la presa
El desfogue de la presa era necesario para desahogarla en caso de inundación o, simplemente, para limpiar el vaso y desazolvar el río. Hacerlo implicaba un gran riesgo. Al poblarse las inmediaciones del río, el desfogue cumplía el papel de desazolve y limpieza. Había que avisar a los pobladores que estaban ranchos abajo para que tomaran precauciones.
En 1832, don Marcelino Rocha, sugirió el entubamiento del agua de la Presa de la Olla. Para regular un tanto el flujo del líquido, en 1838 inició la construcción de la Presa de San Renovato, ubicada unos metros al oriente. El arquitecto Alfonso Alcocer Martínez señala que fue “conocida como la Presa Chica y su construcción concluyó en 1852. Entre la compuerta de la presa y el puente del mismo nombre, se tiende un jardín, en donde se instalaron dos figuras en piedra: una serpiente y un cocodrilo”. (Ver “Transformación del entorno urbano del paseo de la presa, Guanajuato. S. XVIII-XX”, de Zamora Ayala Verónica de la Cruz y Mejía Morales Norma).
En 1845 se levantó la torre cuadrangular llamada “Atalaya”, que costó $ 451.00. La ciudad volvía a tomar vida de jauja. Con el México independiente y la instauración de la primera república se consiguió cierta estabilidad y así la zona de la Presa de la Olla continuó su desarrollo: en 1846 inició la construcción de algunas de las más representativas y elegantes casas de campo de los personajes acaudalados de la ciudad. Destacan personajes como don Ruperto Campuzano, don Pedro Carbajal y don José María Acevedo.
La de don Pedro Carbajal fue adquirida por don Marcelino Rocha. Fue una casa conocida, durante mucho tiempo, como la Villa Goerne y actualmente sirve como oficinas de gobierno del Estado. Fue significativa por su gran cantidad de habitaciones y haber recibido en septiembre de 1864 al efímero Maximiliano de Habsburgo.
Este contexto de nuevas casas fue el preámbulo para que en julio de 1847 se celebrara por primera vez la apertura de la Presa de la Olla a manera de ceremonia y fiesta popular, bajo el gobierno de Lorenzo Arellano. Isauro Rionda, quien fuera hasta su muerte el cronista de la ciudad, señalaba que en la ciudad se verificaban también las aperturas ceremoniales de las presas siguientes: Pastita, Juris, Peregrina, Monte de San Nicolás, Mata, Santa Gertrudis, Zaragoza, Saucillo y Pozuelos entre otras.
Ante las secuelas de la apertura de la presa, sobre todo por la obligada reconstrucción de caminos, en 1849 comenzó el entubamiento del río para forjar la base de lo que ahora se conoce como Paseo de la Presa.
La obra de entubamiento se fue desarrollando a pesar de los conflictos políticos y las confrontaciones militares que implicaron la caída del gobierno de Ignacio Comonfort, las confrontaciones entre liberales y conservadores y el Imperio de Maximiliano. Con puentes y túneles construidos a lo largo de décadas, el río se fue convirtiendo en vialidad paulatinamente.
En el año de 1867 se edificó un puente llevando el nombre de Santa Paula. También se instalaron faroles alimentados por aceite, que alumbraban por la noche el Paseo. Fue instalado el molino de harina de Santa Gertrudis, que era movido por vapor.
Para 1870, el presbítero Lucio Marmolejo inició los trabajos de construcción del primer templo público católico en el Paseo de la Presa.
Así, a lo largo del fin de siglo XIX fueron construidas fuentes y surgieron más casas señoriales. La fiesta tomó grandes bríos con la resurrección minera de la ciudad.
Con la jauja porfirista aumentó el número de mansiones campestres a la vera de una calzada que ganaba calle y perdía río. Las cada vez más exuberantes casas se convirtieron en muestrario de la estética afrancesada de su época. El Paseo fue debidamente urbanizado para 1911 y tomó señorío del que queda todavía mucho.
A finales del siglo XIX, a las fiestas de San Juan y la apertura de la presa se le empezaron a agregar juegos mecánicos, centros de diversión y puestos de comida. Esto lo relatan los cronistas de la era porfirista consultados y consignados en este texto.
Los historiadores oficiales escriben de los gobiernos y sus obras, de las trascendencias escritas en los libros formales, pero el retrato que faltaba es el de su gente, sus pasiones, sus gustos, sus ilusiones. Y eso nos regalan Isidro Guerrero y M.M.
En el nuevo milenio, con una presa rebosante a veces, vaciada otras, las fiestas han sido diferentes, con música propagada por bocinas que funcionan con electricidad, sólo espero que, al menos, se haga efectivo el viejo verso consignado en La Opinión Libre:
De Guanajuato he venido
por un ingrato querer
y a Guanajuato me vuelvo
con una nueva mujer.