El Mesón de San Antonio ha transformado la
arquitectura y la vida cultural de Guanajuato.
Hace ya bastante tiempo, de pinta con un par de primos, se nos ocurrió entrar al Mesón de San Antonio, un edificio que desde entonces, pese a estar casi en ruinas, producía un profundo impacto. Los gruesos muros, los espacios y los rincones semi oscuros no dejaban de causar una fuerte impresión.
Con la osadía que nos daba la adolescencia, entramos a un pasillo que descendía hasta llegar a una angosta puerta de madera, tras de la cual se escuchaba el ruido de vehículos en marcha. Por una ranura existente entre los desgastados maderos, logramos atisbar al exterior, dándonos cuenta de que estábamos sobre la calle Subterránea Miguel Hidalgo.
Al poco tiempo, la Universidad de Guanajuato (UG) adquirió la finca y la restauró, pero afortunadamente conservó su estructura original y logró mantenerse la interesante atmósfera del lugar, misma que adquirió prácticamente desde que fue construida, en el siglo XVIII, en plena época virreinal.
Guanajuato ya era una famosa ciudad minera cuando Vicente Manuel de Sardaneta y Legaspi, Marqués de San Juan de Rayas, decidió ampliar sus negocios con la edificación de un lugar que brindara servicios de hospedaje. Este personaje, empresario minero, hacendado y tesorero del Santo Oficio de Guanajuato, no sólo era dueño de una mina fabulosamente rica —aún está activa— sino que además poseía haciendas agrícolas y ganaderas en Silao, Irapuato y otros lugares.
Cuando Sardaneta buscó un lugar para construir un mesón, enfrentó el problema de la falta de espacio, en una cañada sobre la que corría un río encajonado entre cerros. Sin embargo, imaginativo y resuelto, ideó levantar el inmueble en la calle de Alonso, con una bóveda que cubriera el río para extenderse al cerro de San Miguel. El resultado fue la armónica construcción que sigue en pie a la fecha.
Su solución arquitectónica sería continuada posteriormente por otras personas, quienes a su vez cubrieron el río con más y más puentes, hasta ocultarlo casi totalmente, para ser usado luego como cloaca de la ciudad. Siglos después, el cauce sería aprovechado para convertirlo en la ahora conocida calle Subterránea.
El Mesón de San Antonio se terminó de construir en 1776. Desde un principio pasó a ser el principal sitio de hospedaje de la próspera ciudad minera, pero la Guerra de Independencia lo transformó momentáneamente en cuartel realista. Recuperó su función original a lo largo del siglo XIX y tuvo una nueva época de esplendor durante el Porfiriato, como sede de elegantes y fastuosas reuniones sociales.
Nuevamente, un conflicto armado dio fin a ese auge. Con la Revolución Mexicana comenzó una larga época de decadencia, en la cual, no obstante, continuó ofreciendo alojamiento, aunque a nivel primero de vecindad y luego como humilde casa de huéspedes, con varios de sus espacios en franco deterioro y otros virtualmente abandonados.
A mediados del siglo pasado, el entonces propietario fue asesinado, en la habitación que ocupaba, por un sobrino que buscaba dinero. El inmueble lo heredó su hermana, quien poco después, antes de morir ella también, lo donó a la Iglesia católica, que instaló allí una escuela secundaria nocturna, a cargo del padre Rafael Ramírez. Fue más o menos en esa época cuando el maestro Enrique Ruelas, director del Teatro Universitario, se dio cuenta de su valor escénico y decidió montar allí, periódicamente, la obra El retablillo jovial, del español Alejandro Casona.
Puede decirse que en ese sitio nació la idea de crear el Festival Internacional Cervantino (FIC), pues durante una visita que hizo Luis Echeverría Álvarez, entonces funcionario del gobierno federal, fue invitado a presenciar dicha puesta en escena. Al finalizar, comentó que Guanajuato merecía un festival a la altura de su tradición cultural, así que en 1972, ya como presidente, creó el renombrado evento artístico que se celebra cada año. Hacia 1976, la UG compró el edificio e instaló allí sus oficinas del área cultural, donde permanecen hasta la fecha.
La estructura impone. Sus tres niveles, con arcadas a lo largo del patio principal, se mantienen prácticamente igual. Una doble escalera al principio del patio revela que el nivel del inmueble cambió debido a las inundaciones. Bajo ese piso, existe un enorme aljibe que proporcionaba agua a los huéspedes incluso en época de sequía. Antes existía un pozo, hoy desaparecido, pero las losas que dan acceso al depósito subterráneo todavía se ven. Las antiguas habitaciones son ahora oficinas o aulas.
En la parte contigua, con sus anchos arcos de piedra, se amarraban las monturas (burros, caballos, mulas) y se guardaban las mercancías. Allí se instala el foro en el que aún se presentan obras teatrales, grupos de danza o conciertos de música, y en el patio se realizan talleres de creación artística. En la parte más alta, una serie de esculturas hechas en metal parecen observar a los empleados o visitantes.
El Mesón tenía varios accesos: el principal, sobre la calle de Alonso; otro que daba al callejón del Boliche, y uno más que salía a donde ahora está el estacionamiento de Constancia. Existe además la puerta que lleva a la Subterránea. Las escaleras que llevan a los pisos superiores no han cambiado, e incluso queda aún abierta alguna de las claraboyas originales que proporcionaban luz al interior.
En conjunto, el edificio causa admiración y puede recorrerse con libertad, pues la UG lo mantiene, acertadamente, abierto a turistas, estudiantes, investigadores y hasta a curiosos. Una abeja, símbolo universitario, da la bienvenida a todos, así que, al ingresar, no cuesta trabajo imaginar a mineros, arrieros y comerciantes dispuestos a tomar un descanso en cómodos alojamientos, después de un fatigoso día de actividades en la floreciente urbe minera de antaño.