El Día de la Cueva conmemora a San Ignacio de Loyola en un ambiente de fiesta y leyenda.
Cualquier habitante de Guanajuato ha escuchado alguna vez la leyenda de La Bufa y el Pastor, la tremenda historia del brujo malvado que hechizó y encerró a una princesa en una cueva del área de Los Picachos, para evitar que continuara sus amoríos con un cazador, caverna donde la dama en cuestión quedó atrapada y que solo se abre cada 31 de julio, día de San Ignacio de Loyola, para dar oportunidad a algún caminante de romper el encanto y, como recompensa, casarse con la doncella y compartir con ella los tesoros escondidos de la antigua ciudad colonial.
Se cuenta que el único sujeto que ha tenido esa experiencia fue un pastor (llamado Lorenzo, según algunas versiones), quien en una noche oscura oyó la voz de la mujer que pedía ayuda desde una oquedad situada en esos desolados parajes. La joven, víctima de un encanto, relató su desgraciada historia al trashumante y le pidió llevarla cargada a la espalda hasta la Basílica de Guanajuato, a cambio de los tesoros legendarios de la ciudad minera.
Sin embargo, también hizo al asombrado Lorenzo una seria advertencia: no debía voltear hacia atrás, viese lo que viese o escuchase lo que escuchase. El pastor, sin duda subyugado por la belleza de la doncella, y esperanzado, emprendió el camino sin detenerse ante el gran caudal de los arroyos ni ante los espectros que misteriosamente lo acechaban, pero con tan mala suerte que, al llegar a la ciudad, cansado y advertido por algunas personas de que cargaba una sierpe (especie de serpiente enorme y espantosa), muy cerca de su meta se le ocurrió girar la cabeza para darse cuenta de que en realidad llevaba un ser monstruoso, acto que lo convirtió a él y a su carga en sendas piedras colosales, hoy llamadas La Bufa y El Pastor.
Cuando mi padre leía esa narración, rodeado de sus asombrados hijos, yo imaginaba un camino larguísimo desde Los Picachos hasta el centro de la ciudad y a Lorenzo bajando al alba por la cuesta del Tecolote, para de pronto verse sorprendido ante la visión de la horrible bestia que traía a cuestas. Cuando, años después, fui por vez primera a la Cueva de San Ignacio, me di cuenta de que en realidad no está tan lejos de la zona urbana, y aunque supongo que con una carga pesada nuestro pastor no podía avanzar muy deprisa, de cualquier manera había hecho demasiado tiempo durante su recorrido, como para encontrarse con gente madrugadora.
Posteriormente, supe que la cueva que, hasta hace pocos años, era sede de la fiesta que cada año se realiza en honor a San Ignacio, era en realidad la segunda, pues la original se encuentra mucho más allá, en las cercanías de Las Comadres y del poblado de Calderones. En la actualidad, el festejo del 31 de julio, Día de la Cueva, se efectúa en una tercera gruta, mucho más amplia y accesible, que antes fue una mina de cantera, por lo que la anterior también cayó en desuso.
Estas dos cavernas están muy cerca una de la otra; sin embargo, la primera, que se supone es la original, está algo más retirada y pocas personas la conocen. Entonces, si uno atiende a los detalles de la leyenda, se da cuenta de que, quizás por ello, no ha habido más caminantes que se topen con la princesa encantada, pues en todo caso estarían buscando en cuevas equivocadas.
Al intentar reconstruir el hipotético camino que debió seguir el desafortunado Lorenzo, podemos deducir, con alto grado de certeza, que la bien marcada ruta que va de Calderones a la zona de Yerbabuena ha sido utilizada desde hace centurias, pues en épocas ancestrales debió ser el camino más corto para quienes viajaran desde lo que hoy es la zona sur de la ciudad a los entonces importantes minerales de El Cubo, Peregrina, Villalpando y Monte de San Nicolás.
Nuestro Pastor habría vivido en alguno de esos poblados y cuidaría sus animales por ese montañoso rumbo, ya que en nuestros días todavía pastan por allí rebaños de cabras, vacas y hasta caballos. Si la narración tuviera algún elemento real, quizás Lorenzo habría ido a buscar alguna cabra extraviada entre los espesos matorrales situados frente a la colina de Las Comadres, mismos que ocultan la cueva original, que no es visible a simple vista desde el camino.
Una vez hecho el fantástico trato con la princesa, debió seguir la misma ruta que recorren la mayoría de los caminantes en el presente, hacia el cerro de San Miguel, pues en tiempos lejanos llegar a Guanajuato por el lado opuesto suponía descender primero al profundo barranco donde corre el arroyo que alimenta hoy la presa de San Renovato y luego transitar lo que en nuestros días es el Paseo de la Presa, pero que antiguamente constituía un páramo desierto y, posiblemente, peligroso.
Así, lo conveniente era elegir el rumbo de Los Picachos; una vez allí, tomar el sendero llamado “de la Virgen” para entrar a la ciudad por la muy conocida bajada del Tecolote. Si actualmente aún es toda una aventura, imaginemos lo que sería de noche, sin posibilidad de usar una linterna y con una princesa-sierpe cargada en la espalda: eso sí que llevaría bastante tiempo.
Más allá del legendario relato, que dio origen al Día de la Cueva, en nuestros días los enormes monolitos de la Bufa y el Pastor se muestran altivos, imponentes, rodeados de otras rocas con todo tipo de formas caprichosas, pequeñas cuevas y arroyos que en tiempo de lluvias se vuelven torrentes, todo envuelto por el intenso viento que sopla en esas alturas.
Recorrer esos parajes es una experiencia casi mística y un espectáculo incomparable. Las montañas y la vegetación forman un marco esplendoroso que permite reconfortar el espíritu, inundar los pulmones con aire puro y extasiarse con el paisaje. Al visitar cada una de las cuevas, no es difícil imaginar al humilde pastor atraído por el aura de una bella mujer, la princesa triste que todavía espera al valiente que pueda romper el hechizo y la rescate de su cruel destino.