viernes, noviembre 22, 2024
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UNA CADENA DE CRUCES EN LOS CERROS

Marcan las cimas más relevantes, como una meta en las alturas y un símbolo de fe

Son los últimos metros. La subida, que no es tan sencilla como parecía al principio, parece alargarse en proporción directa al cansancio del caminante, pero al levantar la vista, un símbolo —que es a la vez meta y esperanza— invita a tomar aliento y continuar. Es una cruz que indica la cima de un cerro o una montaña y el principal punto a alcanzar durante la travesía.

El párrafo anterior hace referencia a la costumbre de colocar cruces en lo alto de las colinas o montañas especialmente importantes de un lugar, y viene al caso porque Guanajuato, acunado entre una cadena de cerros más o menos elevados, muestra varios de esos símbolos en diferentes partes de su rugosa geografía. Hay incluso uno —el de Sirena— que es más conocido como “La Crucita” que por su nombre real.

La cruz del Perdón y una de las dos del Cerro del Meco.

Sin que importe por dónde se inicie una excursión, en los montañosos alrededores puede tenerse la seguridad de que, al pisar una cumbre de cierta altura, se hallará alguna cruz, colocada, además, en el sitio más adecuado para deleitarse con el paisaje, hacer fotografías o tomarse una espectacular selfie, que además servirá como prueba de que, efectivamente, uno estuvo allí.

¿Pero… cómo surgió la costumbre de colocar cruces en los montes? No se sabe con certeza, pero sí se conoce que, desde tiempos inmemoriales, diversas culturas han marcado las cimas de varias maneras: con mojones de piedras, entierros de objetos rituales, figurillas y hasta momias. Dado que para muchos pueblos de la antigüedad los dioses moraban en las altas cumbres, quizás se buscaba atraer su buena voluntad. Lo cierto es que la práctica se generalizó a partir de la difusión del cristianismo,  incluso contra la misma Iglesia, que de inicio criticó ese hábito, obviamente sin éxito.

A lo lejos, la cruz de Los Picachos.

Hoy, uno puede admirar la capital guanajuatense, desde las alturas, colocado junto a una cruz y desde diversos puntos. A partir del norte, por ejemplo, muy cerca del antiguo poblado de Mellado y de la mina de Rayas, la Cruz del Perdón, con todo y su altar para las misas que se realizan allí cada 3 de mayo, representa la fe en que el cerro sobre el cual se asienta no vuelva a hundirse, como ocurrió un día lejano, suceso del cual quedan huellas evidentes.

En el cerro del Meco.

Por esa misma ruta se arriba al ya mencionado Cerro de Sirena, y casi enseguida al vecino Cerro del Meco. Ambos muestran sus propios emblemas crucíferos. El primero, encaramado sobre una cresta rocosa, constituye todo un ícono de la ciudad y es, sin duda, el más conocido. ¿O habrá algún cuevanense que no conozca “La Crucita”? Tal vez, pero lo que sí es seguro es que todos la han visto, así sea “de lejecitos”, como decían los ancestros.

El cerro de la Bolita tiene la suya.

Por su lado, el Cerro del Chichimeco, si bien no posee una fama similar al anterior, tiene a cambio un par de cruces, una a cada lado del óvalo que forma su casi plana cumbre. Más al oriente, al otro lado del río Pastita, en el área que rodea a la Presa de la Olla, el domo que forma el Cerro de la Bolita tiene igualmente su cruz, menos conocida, pero significativa porque domina el cruce de caminos que lleva, por un lado, al siempre verde Chichíndaro, y por otro a varias comunidades mineras.

Casi oculta, la del “rostro de Cristo”.

En las montañas de enfrente, a lo largo de la amplia franja donde se enseñorean Los Picachos, a partir del Faro que se eleva sobre la Presa de San Renovato, se suceden una serie de cruces. La primera de ellas se alza sobre el monte conocido como “El rostro de Cristo”, debido a la silueta que, en los atardeceres, asemeja la faz del Redentor mirando al cielo. Asentada sobre una redondeada base blanca, es difícilmente visible, pero una vez que se encuentra, recompensa al caminante con un vistazo a parajes poco conocidos, pues resulta difícil apreciarlos desde la cañada.

Una muy rústica, hecha con delgados trocos.

Al continuar por esos senderos, que forman un grandioso balcón natural con vista al área urbana histórica, puede encontrarse una pequeña cruz de madera, muy rústica. ¿Fue puesta en recuerdo de una tragedia o colocada a propósito para marcar la cima? Lo desconocemos, pero allí existe, casi perdida en esos amplios espacios.

Enseguida toca el turno a otra cruz famosa: la que corona el Cerro de la Bufa. Más visitada incluso que la de Sirena, es uno de los lugares preferidos para tomarse fotos, particularmente los días 31 de julio, cuando la celebración de San Ignacio sirve de pretexto para que los ciudadanos conviertan a las lomas aledañas en un inmenso y ruidoso picnic, en el que la comida y la bebida circulan con generosidad.

La ermita de San José.

Aún queda otra cruz en las inmediaciones. La imponente montaña ubicada más al sur, que en los mapas aparece como Antiguos Picachos, carece de un objeto de esas características, pese a que es la de mayor altura, pero casi enseguida, el Cerro de San José, con su blanca ermita, sí tiene la suya. Allí, el espectáculo cambia: ya no se ve el peculiar amontonamiento de casas que caracteriza al centro, sino las crecientes colonias del sur, a ambos lados del eje vial que constituye el bulevar Euquerio Guerrero, con las nuevas plazas comerciales y su afán modernista.

La presa de la Purísima, desde el cerro del Sombrero.

Al fondo, se aprecia la Presa de La Purísima. Junto a ella, la silueta del Cerro del Sombrero, con su propia cruz, esa sí lejana, desde la cual se domina lo que alguna vez fue la zona agrícola del municipio y que resguarda las huellas de los antepasados grabadas en piedra. A la izquierda, por el rumbo del Cubo, otro cerro muestra la suya, en un sitio cercano a donde un 22 de abril fueron asesinados varios mineros que luchaban por mejores condiciones de trabajo.

La cruz, símbolo de fe para los creyentes, figura que sirve de indicación geográfica, punto culminante de una cuesta, literalmente rodea a la ciudad, como inmóvil pero poderoso vigía de los caminos que confluyen en Guanajuato.

Benjamin Segoviano
Benjamin Segoviano
Maestro de profesión, periodista de afición y vagabundo irredento. Lector compulsivo, que hace de la música popular un motivo de vida y tema de análisis, gusto del futbol, la cerveza, una buena plática y la noche, con nubes, luna o estrellas. Me atraen las ciudades, pueblos y paisajes de este complejo país, y considero que viajar por sus caminos es una experiencia formidable.
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