Atrás de la Bufa, un majestuoso cerro
domina la panorámica guanajuatense.
Cuando uno llega a Guanajuato por el occidente, desde los alrededores del poblado de Santa Teresa, o bien en los resquicios que dejan libres las construcciones por el rumbo de Yerbabuena, se divisan a lo lejos dos cumbres, unidas entre sí por una hondonada, que tienen un lejano parecido con la silueta del nevado Iztaccíhuatl y dan una imagen característica a la media luna de cerros que envuelve a la ciudad.
Las dos cimas forman parte del conjunto montañoso conocido como Los Picachos, aunque son mucho menos famosos que sus legendarios vecinos, la Bufa y el Pastor, poseen, sin embargo, mayor altitud. El primero es particularmente hermoso e imponente… aunque su nombre es desconocido incluso para Google Maps, donde aparece solo como “Antiguos Picachos”.
De cerca, muestra hacia el poniente una impactante pared vertical de piedra caliza color rosa, que domina una barranca cubierta casi en su totalidad por densa vegetación, la cual en tiempo de secas se muestra como una maraña impenetrable de troncos, ramas y espinos, y durante la temporada de lluvias como un espeso matorral color verde esmeralda, que en el inmenso silencio deja escapar el rumor del agua que forma un torrente en el fondo.
Dicha montaña es mucho menos visitada porque, para llegar partiendo de la cueva de San Ignacio, es necesario, forzosamente, subir primero la rocosa cuesta y enseguida descender hasta la profunda cañada del otro lado —en donde puede disfrutarse del frío arroyo que forma pequeñas caídas de agua y apacibles estanques—, para posteriormente volver a trepar una empinada ladera y, al fin, arribar a la base del pináculo, al que se sube por una senda más o menos bien marcada por el paso de innumerables pisadas humanas.
El ascenso no es muy complicado, pero sí demanda algo de pericia, agilidad y buena condición pulmonar. Se avanza entre matorrales, piedras sueltas y rocas, con la vista alerta por si acaso algún reptil asoma o toma el sol a lo largo del camino, pues no se trata de molestar a la fauna local. A unos metros de la cima, la vereda se bifurca: a la izquierda lleva a un balcón natural hacia el sur, donde la visión puede perderse hasta el espejo de agua que constituye la presa de la Purísima, con su larga cortina y su templo semi hundido; a la derecha, conduce a lo más alto.
En esta última dirección, varias decenas de pasos más arriba, surge el último escollo, un escalón pétreo al que es necesario encaramarse si se quiere tener la vista más formidable. Desde ese lugar, aparece ante el visitante el grandioso espectáculo de la mancha urbana, desde los recientes fraccionamientos del sur hasta el encanto perdurable del centro histórico. Con la mirada extasiada, transcurren largos minutos identificando los sitios relevantes de la ciudad y sus alrededores.
Allí el viento sopla fuerte, tanto que amenaza con arrojar al imprudente al abismo, aunque por fortuna el espacio es lo suficientemente amplio para mantenerse a buen resguardo. Por excepción, ese cerro no tiene una cruz en lo alto, como tantos otros en la región, más la satisfacción de conquistarlo es una gran recompensa que revitaliza el ánimo y permite entrar en comunión con el mundo primigenio que nos rodea, ese al que muchas veces no observamos, absortos como estamos en los problemas cotidianos, pero que está ahí para recordarnos la grandeza natural todavía a nuestro alcance.