La ciénaga aluvial que se convirtió en la
mayor área recreativa de Guanajuato.
Es tan sabida su presencia, que la inmensa mayoría de los habitantes ni siquiera repara en su relevancia ecológica, paisajística y recreativa. Solo los amantes del ejercicio, los niños atraídos por sus juegos o las parejas de enamorados que buscan esconderse entre sus parajes, parecen apreciar plenamente ese espacio generalmente verde, aunque también tiene sus épocas malas, en las que predomina el color ocre de la tierra seca y las hojas caídas.
Los Pastitos, puerta de entrada a la ciudad cuando ésta todavía se apretaba solamente en la cañada, refulge como joya esmeralda en cuanto caen las primeras lluvias. Desde su inicio en la calle Ashland, hasta la estrecha franja que marca el comienzo de la Subterránea, la yerba resurge, crece, se extiende e inunda de color y alegría la amplia zona donde antiguamente desembocaba el río Guanajuato y formaba un humedal en el que tules y otras plantas ribereñas moteaban la arena.
Ya existía la carretera a Silao, que entonces corría pegada al cerro, junto al callejón de la Libertad, pero las exigencias de la creciente población a mediados del siglo pasado y el cada vez mayor número de automóviles, obligó a las autoridades a plantear una solución a los retos viales de una ciudad laberíntica y enclavada, como dice la famosa canción de Chucho Elizarrarás, “entre sierras y montañas” y cruzada por un sinnúmero de callejones.
Nació así la calle Miguel Hidalgo, renombrada “Subterránea”, con mucho más sentido común, por el siempre creativo vulgo. Se hizo necesario dar una salida adecuada a la entonces flamante arteria (construida sobre el lecho del río), así que la solución lógica fue abrirse camino a través de la llanura aluvial. Pero como la estética también cuenta en un buen proyecto, se determinó asimismo urbanizar ambas riberas, convirtiéndolas en un parque cubierto de césped y unos pocos árboles.
Desde entonces, Los Pastitos fueron, hasta la década de los noventa, la elegante carta de presentación de la ciudad colonial. Una fuente y un pebetero complementaron el equipamiento, a manera de telón para el posterior goce visual del Centro Histórico. A pocos años, nuevos árboles crecieron, el área verde se volvió sitio predilecto para el día de campo familiar o la cascarita futbolera.
Conforme pasaron los años, la gente de ciudades cercanas —hartas del monótono asfalto de su lugar de origen— descubrió el refulgente parque, así que cada fin de semana atiborró hasta el menor resquicio. La yerba resintió el peso de tantas pisadas, el paisaje se afeó con montones de basura y, con la crónica escasez de agua, llegaron malas épocas que transformaron el pasto en polvo.
Sin embargo, un día las hordas foráneas dejaron de llegar. Los Pastitos, recuperados a medias de tanto descuido, volvieron a lucir, aunque a cambio debieron ceder algo de espacio: una pista de atletismo, juegos infantiles, aparatos para hacer ejercicio, una cancha de basquetbol, un foro, un arco de piedra y hasta un puesto de flores han reducido su extensión, pero a cambio ha recibido en la plaza adjunta un conjunto escultórico de anfibios, fuentes luminosas y un renovado pebetero.
Actualmente, los Pastitos, aunque ya no constituyen la entrada a la ciudad, que ahora empieza más al sur, son todavía sitio de referencia, lugar adecuado para darse un respiro del diario trajín, rincón propicio para citas románticas, ámbito de encuentro social, zona de rescate natural y, sobre todo, superficie profundamente imbuida en el corazón y la conciencia de los guanajuatenses.