Dos damas de cierta edad, apariencia física pulcra y elegante porte en su actitud, esperan en el umbral del negocio más antiguo de la Calle de López en la Ciudad de México. Ellas esperan que Iván Leura les entregue su encargo “porque nos urge para seguir adelante”. En el 111 “A” de esa vialidad está el Taller de Afiladuría Leura, fundado en el año 1890.
Al cabo de un par de minutos, las damas reciben un par de tijeras de tamaño diminuto, de fina hechura y, gracias a Leura, como nuevas. Él dio vida y carácter a esas herramientas para seguir cumpliendo su cometido en manos de esas mujeres que tras pagar el servicio caminaron presurosas entre el ruido de los autos y el ir y venir de cientos de transeúntes.
Con 133 años de existencia, en esa empresa se afila desde un bisturí milimétrico hasta una sierra industrial. Sin perder su perfil artesanal se ha adaptado a las nuevas tecnologías internacionales. El arte del filo, entendiendo por ello el borde agudo de un objeto con el que se puede cortar de manera exacta, regular y contundente, tiene ahí sentado su reino.
El filo, y los beneficios que con él se obtienen, está presente en la vida del ser humano desde hace dos millones de años. La vida, como la conocemos, simplemente no podría ser sin los objetos filosos. Es necesario en la confección y elaboración de prácticamente todo lo que nos rodea, desde máquinas y herramientas hasta nuestra comida y calzado.
Para elaborar los objetos de ornato o de uso cotidiano que nos rodean, es necesario tener un buen utensilio afilado, ya sea cuchillo, guillotina, tijera, machete, pinza, broca, sierra, aspa, y un sinnúmero de herramientas más, en el campo o en las ciudades. Y nadie puede decir que en su vida ha prescindido del filo para realizar las más diversas actividades.
Consciente de todo lo anterior, el bisabuelo de Alejandro Iván Leura Zepeda (Ciudad de México, 1969) fundó en 1890 en la calle Puente de Peredo, dentro del perímetro conocido hoy como Centro Histórico, la Afiladuría Leura que a la fecha es uno de los menos de 15 establecimientos especializados como ese que existen en toda la geografía de esta capital.
Cuenta con máquinas importadas de Estados Unidos, Suecia y Alemania, además de una muy especial que su bisabuelo diseñó y construyó a partir de trozos de rieles de tren y otras piezas donde montó la parte afiladora. Eso refleja que dentro del mismo local conversan, sin problema, la tradición y la modernidad, lo artesanal y lo sofisticado de la tecnología.
De los 133 años de existencia, la afiladuría permaneció en esa calle alrededor de cuatro décadas y media, y el resto, aproximadamente 85 años, en su domicilio actual en la calle de López, casi esquina con Las Vizcaínas, Centro Histórico de la CDMX. Ahora ya suma cuatro generaciones: el bisabuelo, el abuelo, los tíos, y hoy Alejandro Iván y su hermano.
“Todo mundo necesita una herramienta afilada, desde la ama de casa que trae el cuchillo de su cocina, hasta el neurocirujano a quien le afilo la broca con que interviene un cráneo humano; desde un pollero que necesita unas tijeras al punto, hasta un campesino que sin un buen machete no puede trabajar el ejido”, dijo Leura en entrevista con Equisgente.
Instalado detrás del mostrador, rodeado de vitrinas y aparadores centenarios, y máquinas y herramientas con las que ejerce su oficio, Alejandro Iván se dijo contento. “Lo básico es hacer bien las cosas. Un utensilio de trabajo bien afilado es fundamental para hacer adecuadamente el trabajo del sastre, peluquero, zapatero, carnicero, mecánico o dentista”.
Para eso se vale lo mismo de un esmeril que sirve para afilar cuchillos o tijeras de tamaño mediano, que de una troqueladora, una lijadora, una afiladora o de diamantes que dan un acabado fino a instrumental médico y quirúrgico; su clientela es totalmente ecléctica y variopinto el trabajo que le encargan los clientes ancianos y jóvenes, conocidos y nuevos.
“Lo bonito de ser afilador es hacer bien las cosas. Mucha gente nos llega a confundir con un afilador de la calle, sin embargo somos muy distintos porque en la vía pública carecen de maquinaria de precisión y el trabajo es burdo. En cambio aquí damos el terminado que dan las fábricas de las diversas herramientas para cortar”, abundó en sus comentarios.
Un chef, por ejemplo, exige que sus cuchillos, caros, tengan el filo más fino que pueda existir, y si confía esos utensilios a un afilador que va por las calles, se lo podrían echar a perder. En cambio, si se afilan con maquinaria tecnológicamente correcta, esos cuchillos van a mantener el filo con el que salieron de la fábrica, explicó enseguida Leura Zepeda.
A lo largo de 133 años la Afiladuría Leura ha sumado anécdotas, unas agradables y otras no tanto. Fue escenario de la película Los olvidados (1950), drama policial del cineasta Luis Buñuel rodado en la capital del país y los Estudios Tepeyac, recordó más adelante el entrevistado, quien guarda fotografías de esa experiencia cinematográfica de su empresa.
Sin embargo, añadió inevitablemente, en cierta ocasión llegó hasta el negocio un tipo, quien solicitó le afilaran un cuchillo de características muy peculiares. “A los pocos días, a través de la prensa nacional, nos enteramos que esa persona, con ese cuchillo, había asesinado a una o varias personas, en un caso espeluznante”. A Leura se le enchina la piel.
Sergio Urrutia, uno de los más destacados cirujanos de la Ciudad de México, asiste con regular frecuencia para afilar su instrumental. El chef personal de Carlos Salinas de Gortari, cuando éste era presidente de México, iba con su cuchillería a solicitar los servicios de esa dinastía de afiladores; también el ejército de polleros que labora por esas calles.
Alejandro Iván Leura Zepeda está en ese negocio desde los 15 años de edad. Aunque muy contento y orgulloso de su herencia profesional, considera que si su descendencia no enriquece y alimenta esa tradición familiar, el local y todo lo que hay en él bien podrían dar vida a un museo especializado, por el mobiliario, las máquinas y larga historia que resguarda.