El conjunto que integran las exposiciones y el
inmueble producen una indeleble experiencia.
Todavía hace no mucho, era una clínica. En sus espacios, atareados médicos del Instituto Mexicano del Seguro Social (IMSS) daban consulta a una larga fila de personas aquejadas por diversos males. En ese entonces, el mobiliario de oficina o el equipamiento clínico, aunados a las dolencias de los pacientes, no permitían admirar la (oculta) belleza interior del edificio.
Hasta que un día, hará cosa de ocho años, el IMSS decidió irse. Desmontó archivos, farmacia y laboratorio; empacó su instrumental y trasladó el personal a otro sitio. Las instalaciones pasaron a ser propiedad de la Universidad de Guanajuato (UG), que no consideró necesario adaptar nuevas aulas y, en cambio, destinó el espacio a museo, tercero de la casa de estudios en la capital del estado.
A poco tiempo de su inauguración, la pandemia de Covid-19 obligó a cerrar el inmueble nuevamente, así que únicamente escasas personas tuvieron la oportunidad de conocerlo. Pasaron uno, dos años, hasta que al fin fue reabierto. Sin embargo, las visitas aún son esporádicas, pese a que se encuentra a unos cuantos pasos del Teatro Principal, en pleno centro de la ciudad cervantina.
Se cree que la casona que aloja al museo data de finales del siglo XVII. Se sabe que fue construida y habitada por las familias Ajuria y Ezcurdia, de las cuales todavía quedan algunos descendientes. Hacia 1985, fue adquirida por el IMSS que, como ya señalamos, la ocupó hasta el año 2015, cuando fue cedida a la Universidad. ¿Valdría la pena ocupar una tarde en visitarla? Solo había una forma de averiguarlo.
Al trasponer el pasillo de entrada, flanqueado por sendas habitaciones —una, habilitada como recepción, guardarropa y sala de lectura; otra, como tienda de souvenirs— el espacio se abre en un cuadrángulo profusamente iluminado. Llaman la atención, a derecha e izquierda, varios orificios de enigmática utilidad. Una placa en la pared resuelve el misterio: es el sistema de ventilación para el aljibe excavado en el subsuelo, su agua se extraía de un pozo cuyo brocal, por excepción, no se localiza en el centro, sino a un costado, actualmente decorado con una vieja tinaja.
En un rincón, se ingresa a una especie de bóveda construida con mampostería, que al parecer servía por una parte de bodega y por otra de conducto para arrojar los desechos de todo tipo hacia el río que, ahora transformado en Calle Subterránea, circula justamente por abajo y por detrás de los gruesos cimientos.
De vuelta en el patio, una escalera lleva al ancho corredor de la planta alta. A medio camino, un vitral de vivos colores ilumina tenuemente el descansillo y nos prepara para las exposiciones. Lo primero que se observa es una amplia alacena que trae a la memoria los aromas de las hierbas de olor, el chocolate, el piloncillo o las conservas que seguramente resguardaba. Enseguida, hay que penetrar en la reconstruida cocina, que posee un típico fogón cubierto de azulejo, con chimenea y utensilios culinarios de amplio uso en el pasado, hasta nuestros días: ollas, platos y tazas de barro o cerámica, aventador, tenazas, molinillo, chiquihuite, molcajete, garabato, etc.
Entonces sí, en lo que eran las habitaciones de la familia, el asunto pasa a ser tema de museo. Las exposiciones permanentes son principalmente dos: una interesantísima colección pictórica de obras virreinales y del siglo XIX, y un gran muestrario de aparatos e instrumentos científicos que alguna vez se utilizaron para la enseñanza en las aulas del Colegio del Estado, antecedente directo de la UG.
Antes, se rinde homenaje a los precursores universitarios, con una semblanza sobre el destacado papel que desempeñaron en la creación y posterior consolidación de lo que sería la principal casa de estudios: doña Josefa de Busto y Moya, Pedro Lascuráin de Retana y el padre Marcelino Mangas. Se recuerda, asimismo, la visita que hizo Maximiliano de Habsburgo a la institución, en los tiempos felices anteriores a la derrota del imperio y al fusilamiento del austriaco en la ciudad de Querétaro.
Inmediatamente después, desfilan ante nuestros ojos cuadros que muestran, entre profundas sombras y tímidas luces, vírgenes, santos y querubines de Juan Cordero, Cristóbal de Villalpando, Miguel Cabrera y José de Ibarra, entre otros destacados artistas de la Colonia. Aparecen luego cuadros de pintores decimonónicos, entre los que impresiona particularmente uno del casi desconocido Atanasio Vargas, titulado Un insurgente en la prisión.
La última parte del recorrido haría las delicias de un ingeniero o estudiante de ciencias: excitan la curiosidad teodolitos varios, un sextante, un medidor de corrientes de agua, un detector de gas, básculas, dínamos, amperímetros y hasta la reconstrucción completa de un gabinete de estudios de finales del siglo XIX. Los acabados en bronce, latón o cristal casi les dan categoría de obras de arte.
Se rinde homenaje igualmente a Ponciano Aguilar, Alfredo Dugés, Vicente Fernández y Severo Navia, quienes impartieron sus saberes en las viejas aulas del Colegio del Estado, décadas antes de que, en 1955, Vicente Urquiaga y Rivas terminara el monumental complejo actual de las oficinas centrales de la UG, con su imponente escalera. Algunas maquetas de abejas, la mascota universitaria, esperan en el corredor ser decoradas (algunas ya están terminadas), para seguramente ser distribuidas en otros inmuebles.
Pese a su tamaño relativamente pequeño, este lugar es una verdadera, agradable sorpresa en una ciudad donde abundan los sitios llamativos y que posee varios museos. La mente, a través de los ojos, recoge una experiencia que perdura en el recuerdo lo suficiente para que surjan ganas de volver.