Las posadas no solo son una gran tradición, sino
muestra del alma generosa del pueblo mexicano.
En mi lejana infancia, durante el novenario previo a la Navidad, mis amigos, hermanos y yo íbamos, cada noche, a cinco o seis posadas. Recorríamos el rumbo en pos de las viviendas donde se escuchaban los cantos de los peregrinos que un día, hace más de 2 mil años, de acuerdo con la Biblia, tuvieron que dejar su hogar en Nazareth (Galilea), porque los romanos, que sí hacían censos pero no tenían un Inegi como el nuestro, obligaban a los habitantes de su dilatado imperio a registrarse en su lugar de origen, y tanto José como María eran de Belén, en Judea.
El viaje no debió ser nada cómodo para la Virgen, que estaba encinta, ni para su esposo. Debido a que en aquel entonces no podían abordar un ETN, un Primera Plus y ni siquiera un ruidoso camión pollero, debieron hacer el trayecto a pie o a lomo de un burrito. Entre las dos ciudades citadas existe una distancia aproximada de 150 kilómetros, así que la pareja tuvo que hacer algunas escalas y, tal vez, hasta acampar debajo de alguna palma datilera, a la luz de las rutilantes estrellas del desierto israelí.
Con tantos contratiempos, no resulta extraño que llegaran algo tarde. La antigua Betlehem se encontraba invadida de cientos de personas que habían arribado por el mismo motivo. Lo peor: no hallaron hospedaje, pues todos los mesones estaban ocupados y nadie pensaba aún en hacer de su casa un lucrativo Airbnb. Preocupado por el avanzado embarazo de su esposa, José se puso a pedir posada entre los lugareños, pero lo único que encontró fue un establo, así que acomodó lo mejor que pudo a María. Allí, un 25 de diciembre, se le ocurrió nacer al niño Jesús, quien fue envuelto en mantas y colocado en un pesebre a modo de humilde cuna.
Ese episodio fue el origen del Cristianismo, que acabaría extendiéndose alrededor del mar Mediterráneo, incluido, por supuesto, el territorio que hoy llamamos España. Siglos después, cuando los hispanos llegaron a América, los frailes se encontraron con el reto de transformar las creencias indígenas en ritos católicos. Para ello, echaron mano de todo tipo de estratagemas, entre ellas, representaciones de los principales hechos de la vida de Jesucristo. Así nacieron las Posadas, que sentaron sus reales en México y luego se extendieron a otros países de América.
Para los niños de mi generación, la emoción comenzaba con la repartición de las velitas y las bengalas que iluminan la marcha de los peregrinos, entre los cánticos de la letanía interpretada al son del ora pro nobis (“ruega por nosotros”), que es una parte del Rosario, pero en latín. Era todo un honor ser uno de los elegidos para cargar las andas, ese tablero de madera que porta las pequeñas efigies de San José, la Virgen y el resistente pollino.
La petición de alojamiento (“En nombre del cielo, os pido posada…”), con la mayoría de la gente cantando en el exterior de la casa elegida, y otros dando respuesta por dentro, termina con la aceptación de los viajeros luego de varias negativas (“¡Entren, santos peregrinos / reciban este rincón / que aunque es pobre la morada / os la doy de corazón!”). Hace años, todavía se rezaba, ya en el interior del hogar, el larguísimo rosario, lo que era algo así como una penitencia para merecer el premio, con más cantos intercalados. No faltaba la severa advertencia: quien no rece, no recibirá dulces. Las golosinas se entregaban en una colorida canastita elaborada con papel crepé. Además, se obsequiaba una bolsa con fruta a los asistentes.
El esperado final era —aún lo es— la piñata, antiguamente hecha con la clásica olla de barro forrada de papel maché y adornada con las siete puntas que representan los pecados capitales (ira, envidia, avaricia, pereza, gula, lujuria y soberbia), que una vez vencidos, literalmente a palos, permiten disfrutar de la gracia caída del cielo. El “crack” que hacía el recipiente, al ser destruido por un acertado golpe a ciegas (antes se vendaba los ojos a quienes intentaban romperlo), era la señal para lanzarse al suelo, entre los otros infantes, a fin de rescatar la mayor cantidad posible de bienes, en una lucha sin cuartel en la que se olvidaba todo vínculo familiar o amistoso.
En nuestros días, incluso sin venda, las piñatas son casi indestructibles, pues se hacen con cartón tan resistente que obliga a rasgarlo, y la figura tradicional de estrella de siete puntas ha dejado su lugar a diversas imágenes de los personajes de la cultura pop. Además, se ha extendido su uso a los cumpleaños celebrados en cualquier época del año. Por si fuera poco, ya no se cargan con naranjas, mandarinas, limas, cañas ni cacahuates, sino con dulces, bolsas de frituras y hasta harina.
Suelen obsequiarse también tamales, buñuelos y atole. De ahí resulta que la inversión para realizar una posada es considerable; lo era más décadas atrás, cuando los niños abundaban en cualquier vecindario. Había familias que las organizaban en cada uno de los nueve días. Actualmente, si se efectúa una por calle o por colonia ya es bastante, pero afortunadamente se sigue convidando con dulces y manjares a todos los presentes, sin discriminación.
Aunque es verdad que las Posadas han perdido parte de su misticismo, también lo es que continúan siendo manifestaciones de amplia generosidad y excelente pretexto para reforzar los lazos familiares y sociales. El clima frío de la temporada se combate eficazmente con la calidez humana que resurge en estos días. La energía se recarga con el sabor dulce de los presentes y las viandas, ya sea que tengan forma de paleta, de chocolate, de jugosa naranja, de taza de ponche o de buñuelo.
Las Posadas son, en síntesis, una tradición digna de ser vivida y disfrutada.