Cuando un productor de cine ideó enfrentar
a ídolos del ring contra seres de ultratumba
Ya no recuerdo cuándo fue la primera vez que oí hablar de las momias, de nuestras momias, pero fue hace bastante tiempo; aún era niño. Se decía que se encontraban en un pasillo subterráneo del panteón, al que se bajaba por una escalera de caracol; que estaban alineadas en un oscuro pasillo y que los valientes que las visitaban pasaban por en medio, con los espectrales cuerpos ubicados a ambos lados.
Según cuentan los guanajuatenses más viejos, los ahora famosos cadáveres se mostraban sólo como una tétrica curiosidad en las catacumbas (en realidad, un osario) del cementerio de Santa Paula y no se cobraba el ingreso; para verlas, bastaba con pedírselo al sepulturero en funciones, al que, posiblemente, solo se le daba una propina por hacer posible tan singular experiencia.
Lo cierto es que para finales de los años sesenta atraían no únicamente a los lugareños, sino también a cada vez más turistas. Debió ser entonces cuando comenzó a cobrarse una cuota para ingresar al recinto mortuorio. La experiencia, sin duda, debió ser perturbadora para algunos, pues al descender los 14 peldaños de la famosa escalera se llegaba a un pasaje, apenas iluminado, para toparse a escasos centímetros con los rostros y cuerpos resecos de gente que alguna vez estuvo viva.
En esos mismos años, el cine de luchadores causaba furor entre la niñez de la época. El Santo, Blue Demon, Mil Máscaras, Rayo de Jalisco, Huracán Ramírez y otros ídolos del pancracio se enfrentaban en el celuloide a todo tipo de villanos: monstruos, vampiros, marcianos, mafiosos, etc. Debió ser un espectáculo surrealista ver a los infantes echar “luchitas” en los pasillos de las atestadas salas cinematográficas, mientras los héroes daban su merecido a los malosos. No era menos el clamor que se levantaba cuando el legendario enmascarado de plata se dirigía a hacer justicia. El grito de “¡Santo, Santo, Santo!”, entre aplausos, estremecía los inmuebles.
Era sólo cuestión de tiempo para que se hiciera un filme que enfrentara a las cada vez más famosas momias con algún admirado gladiador, o mejor aún, con varios. La idea le llegó pronto al regiomontano Federico Antonio Curiel Espinosa de los Monteros. Este personaje de largo nombre había aparecido en varias cintas de la “época de oro” del cine mexicano y además de actor era dibujante, caricaturista, compositor, cantante y escritor. En su extensa obra, figuraban novelas y películas con temas de héroes como el Látigo negro, El Zorro o Superzan y criaturas fantásticas o de ultratumba que también llevaría al cine.
En 1969, otro director, Gilberto Martínez Solares, había logrado un gran éxito con la película Santo y Blue Demon contra los Monstruos, en la que los enmascarados dan una paliza a toda una colección de criaturas góticas: Hombre Lobo, Frankenstein, el Cíclope o Monstruo de la Laguna Negra, una momia flaquísima y vendada al estilo egipcio, zombies y vampiros. Curiel ideó una historia similar, pero ambientada en Guanajuato, donde ya se encontraban los antagonistas a la mano: las momias.
En inicio, la película solo contemplaba como protagonistas a Blue Demon y Mil Máscaras. Los escritores, Rafael García Travesi y Rogelio Agrasánchez tenían ya gran parte del guion hecho cuando se decidió incluir a la máxima estrella: El Santo, con el fin de atraer la mayor cantidad de público posible. Por ello, el enmascarado de plata aparece menos tiempo que sus dos compañeros. De esa forma, se logró la hazaña de reunir a las tres figuras máximas de la lucha libre mexicana, algo en verdad inédito.
La historia de la gigantesca momia Satán (personificada por quien después sería el famoso luchador Tinieblas), quien regresaba del más allá para vengarse del Santo, comenzó a filmarse en 1970. La presencia de los tres ídolos enmascarados atraía multitudes al panteón y sus alrededores. Los niños emprendedores de la zona aprovechaban para obtener unos pesos por cuidar o lavar los autos de los visitantes de otros lugares y se disparó la venta de charamuscas con figura de momia.
Algunas escenas del rodaje quedaron grabadas en la mente de quienes vieron la obra: el despertar de Satán en la cripta que asusta a una turista hasta el desmayo y después hipnotiza al guía; la muerte de “Santanón” a manos del vengativo ser; el ataque de los muertos vivientes durante una callejoneada en la plazuela del Baratillo, la pelea de los dos Blue Demon, el real y el falso, frente a la Alhóndiga de Granaditas y la destrucción de los espectros con unas providenciales pistolas de fuego.
Estrenada dos años después, la cinta fue un éxito rotundo, no sólo en Guanajuato, sino en todo el país, pese a las obvias máscaras de las momias andantes y a la mala calidad de la producción. A las niñas y niños de entonces sí nos daba miedo, al grado de que evitábamos caminar por donde Satán había hecho de las suyas. Ese mismo año, se inauguró el primer Festival Internacional Cervantino (FIC), con lo que se aceleró notablemente el imparable despegue turístico de la ciudad.
Décadas después, las Momias, convertido y ampliado su recinto inicial, se han constituido en la segunda fuente de ingresos del municipio. También se han vuelto tema de debate político y ético, en busca del equilibrio entre el aprovechamiento comercial y el debido respeto a los cadáveres. Entre tanto, lo primero por lo que preguntan los turistas, al llegar, es la ubicación del Museo de las Momias. En temporada alta, las filas para ingresar son larguísimas, pues una vez dentro, más allá del morbo, la gente puede afirmar, con toda certeza: “veo gente muerta”.