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“LA FIDELITA”, ORGULLO ACAMBARENSE CON 80 AÑOS DE EXISTENCIA

Fue la segunda máquina de vapor hecha en Acámbaro: comenzó a circular el 10 de junio de 1944. Ahora es pieza de exhibición

Por el noreste de Guanajuato pasó la máquina La Emperatriz rumbo a la ciudad de México para regresar luego por el corredor industrial del estado, ese mismo estado de talentosos ferrocarrileros que construyeron dos máquinas de vapor. Una de ellas, “La Fidelita”, es exhibida en Acámbaro. Es la máquina 296, que comenzó a circular el 10 de junio de 1944.

La Emperatriz data de 1930 y es la máquina más famosa de toda América del Norte. En casi 100 años recorrió al menos unos 12.9 millones de kilómetros, “La Fidelita” tiene la virtud de ser una máquina a vapor construida por el genio mexicano: gran calidad a bajo costo.

José Guadalupe Herrera Tapia, presidente de la Asociación de Amigos del Ferrocarril, explicó que en 1939, Estados Unidos dejó de proveer locomotoras a México debido a la posible (a la postre, inevitable) participación en la Segunda Guerra Mundial.

La NM 295, máquina antecesora de La Fidelita.

En México, el ferrocarril era el principal medio de locomoción y transporte de mercancías y personas desde el gobierno de Porfirio Díaz. La medida de los yanquis le pegaba al servicio y por eso surgió la necesidad de construir máquinas. Fue en Acámbaro, al sur de Guanajuato, donde se atrevieron a hacerlo.  De hecho, fue la única localidad de América Latina que pudo construir máquinas de vapor.

El maestro mecánico José Cardoso Téllez, quien llegó muy joven a Acámbaro, recibió el encargo. Primero construyó la locomotora 295, acción en la que colaboraron los trabajadores acambarenses. Le dieron por nombre “La Exploradora” y salió de la ciudad sin mayores ceremonias.

El hecho fue que en otros lares se reconocía la hazaña de la construcción de una máquina sin asesoría de los técnicos estadounidenses. Fue entonces que la gente de Acámbaro realizó su segunda gran creación y para ella sí hubo pompa.

La construcción de la segunda locomotora fue toda una hazaña. Con escasez de maquinaria pesada, como tornos y martinetes, los talleres de Acámbaro estaban olvidados desde la Revolución y sólo se dedicaban a hacer trabajos de reconstrucción para la rama de la División Pacífico.

La inversión fue superior a los 80 mil pesos, contra los 385 mil pesos que costaba el mismo tipo de máquina en Estados Unidos en 1942.

La obra demostraba que México ya no dependía tecnológicamente del gigante norteamericano cuando de máquinas de vapor se hablara. La obra terminó en 1944 y le dieron por número el 296, uno más que su antecesora.

Si la 295 no había sido motivo de celebración, la siguiente, aunque más pequeña, no podía pasar desapercibida. La historiadora Emma Yanes Rizo recreó esa gloria de un rincón purépecha guanajuatense:

El 10 de junio de 1944, Acámbaro estaba de fiesta. A la partida de la máquina acudió un representante del presidente Manuel Ávila Camacho, quien fue acompañado por un nutrido séquito, entre ellos una mujer que lloró toda la ceremonia: era la esposa del ingeniero Andrés Ortiz, por entonces gerente general de Ferrocarriles Nacionales de México. La señora vivía un contraste de sentimientos: la máquina había sido bautizada con el nombre de una hija suya recién muerta, que se llamó Fidela, de cariño decían “Fidelita”.

A las once de la mañana, la señora tomó la botella de champaña y la quebró en una de las ruedas de la Locomotora a la que dieron el número 296. Era “La Fidelita, la novia de Acámbaro”. Vítores, sonidos de silbato y repique de campanas despidieron al orgullo acambarense.

El primer recorrido fue de Acámbaro a Tacubaya: “La Fidelita” iba llena de flores —comentó Salomón Vega, garrotero que vivió el primer recorrido—, con sus dos banderas mexicanas y en el centro una pintura del cura Hidalgo que dibujó un muchacho del taller. Cita la historiadora que el garrotero afirmó que en las pendientes “La Fidelita” tenía ventaja sobre las locomotoras estadounidenses.

“La Fidelita” llegó sin problemas a Maravatío, Michoacán, se telegrafió a Acámbaro donde todo era brindar, mientras que la señora “seguía llorando tímidamente”. Al día siguiente, Fidelita entró a la estación de Tacubaya. Ahí estaba un ansioso grupo de técnicos, miembros de la Misión Americana, que la revisaron minuciosamente: “Se quejaban del olor a pulque, pero tuvieron que aceptar que estaba perfecta. Tuvieron que felicitar a Fidelita, ¡ja, ja!”, dijo, entre risas, don Salomón Vega.

El maestro Cardoso le envió una carta a Ávila Camacho para pedir recursos para construir más máquinas. La guerra mundial había impulsado una tecnología que databa de 1912: la locomotora diésel eléctrica y dejaba paulatinamente en el pasado a la de vapor.

La participación mexicana en el conflicto bélico mundial era, principalmente, con venta de suministros y para hacer más eficiente el traslado, la empresa comenzó a adquirir máquinas con esa tecnología. Las máquinas de vapor fueron paulatinamente sacadas de circulación. Esa suerte corrieron la 295 y la 296.

Dos momentos en el tiempo de La Fidelita.

En 1947, “La Fidelita” fue “condenada a la chatarra”. La historiadora narra (en lo que fue su tesis de licenciatura) que la hija del maestro Cardoso recordaba a su padre acariciando la caldera: “Hacía pucheros y apretaba la quijada para que no se le salieran las lágrimas, ni la dentadura postiza. Recuerdo cómo acarició ese día la caldera. Yo nunca había recibido una caricia tan larga como la que le dio a Fidelita antes de partir”.

Pasaron diez años y para entonces la mayor parte de las máquinas de vapor de Ferrocarriles Nacionales de México estaban en el abandono o habían sido chatarrizadas. Los acambarenses salieron en busca de sus locomotoras y encontraron solamente a “La Fidelita”.

La regresaron a su lugar de origen, la restauraron y la embellecieron para que fuera la novia presumida por ese pueblo de panaderos.

La estación de ferrocarril de Acámbaro también quedó en desuso y se le convirtió en museo. Su pieza principal es “La Fidelita”, que a la distancia saluda a la Emperatriz.

Federico Velio Ortega
Federico Velio Ortega
Periodista, maestro en Investigador Histórica, amante de la lectura, la escritura y el café. Literato por circunstancia y barista por pasión (y también al revés)
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