Un espacio singular, donde recuerdos
e imágenes orbitan en torno al béisbol
Hubo un tiempo en que algunas amas de casa cocinaban en estufas que funcionaban con petróleo, combustible de un diáfano color violeta totalmente desconocido para las generaciones actuales. Eso significaba comprarlo en unos pocos lugares autorizados, donde se vendía por litros, para posteriormente ser transportado en pequeñas garrafas, de metal primero y, posteriormente, de plástico.
En Guanajuato, la ferretería de Don Chencho, ubicada en la corta y céntrica calle 5 de Mayo, era uno de los expendios más concurridos —junto con otro llamado La Coyota, localizado a unos metros del Callejón del Beso— para abastecerse del también llamado queroseno. Allí, a unos pasos de la Alhóndiga de Granaditas, junto al negocio que ofrecía además clavos, tornillos, tubos, cables, herramientas, etc., un par de batientes anunciaban el acceso a un ámbito sin igual.
El Chenchos Bar abrió sus puertas en el lejano 1945, al impulso de Don Ausencio Rodríguez Porras y, después, de su hijo Leonardo. Durante mucho tiempo se constituyó en el refugio de los consumidores de bebidas que deambulaban por la transitada zona o que habitaban los rumbos de San Javier, San Clemente, San Luisito, Terremoto e Insurgencia, entre otros. Así continuó durante décadas, hasta el último viaje del fundador, a principios del presente siglo. Entonces, Luis Rodríguez, hijo de Leonardo, tomó la estafeta y dio nuevo impulso al negocio.
Primeramente, el local se modernizó con nuevos materiales, aunque la distribución original prácticamente no cambió. Así, mostrando relucientes mosaicos en pisos y muros, también una renovada barra, reabrió sus puertas en 2001, con un histórico cambio de nombre: Bar Once, tomado de la razón social: 5 de Mayo No. 11, pero sin perder la esencia de cantina tradicional que aún, acertadamente, conserva.
Y sobre todo, mantuvo el ambiente que la ha hecho famosa en el entorno citadino, una dimensión dedicada al rey de los deportes. A dondequiera que uno voltee, se observarán, en cuadros, vitrinas y repisas, objetos de todo tipo relacionados con el béisbol, desde las clásicas pelotas hasta figuritas de peloteros famosos, carteles, boletos, anuncios. Bates y cascos encuentran también allí su lugar.
Y sin embargo, lo más importante no son los objetos en sí, que por sí mismos constituyen una valiosa colección, sino lo que representan. Luis Rodríguez se remite a los recuerdos y sus ojos se avivan para expresar que, para su abuelo, su padre y él mismo, las piezas traen a la memoria experiencias vividas. Cada conjunto de artículos indica un momento inolvidable de la existencia, del tiempo fugaz ya transcurrido pero que ha dejado huella en la mente y el corazón.
“Nada ha sido comprado”, expresa con vehemencia, sino que los múltiples elementos de esa peculiar decoración se han adquirido con el entusiasmo de los verdaderos aficionados al deporte de los hits y las carreras. Pelotas autografiadas por leyendas inmortales como Fernando Valenzuela, Héctor Espino, Esteban Loaíza, Rocket Valdez y muchos otros son gemas de un impresionante muestrario.
Así, mientras se degusta una cerveza, un caballito de tequila o una popular michelada, y se escuchan de fondo las canciones de siempre en la moderna rockola, puede hacerse un breve pero interesante recorrido por este auténtico museo, en el que, con algo de perspicacia, se encontrará la colección de pelotas firmadas por cada uno de los jugadores del legendario Dodgers de Los Ángeles que dirigió Tom Lasorda, donada al Once por el Padre Pollo, añorado sacerdote que se daba tiempo, entre misa y misa, para atender a estudiantes necesitados o entrenar a equipos de béisbol.
Pero no todo se encierra en el par de habitáculos en que se desarrolla la actividad de la cantina, pues hace seis años se cumplió un proyecto de expansión que permitió abrir un bar en la planta alta, donde han encontrado acomodo piezas y elementos característicos de otros deportes, desde el popular fútbol hasta el automovilismo, pasando por el tenis o el boxeo, pero eso es otro cantar.
Por ahora, periodistas, caminantes, maestros, funcionarios, coaches como Daniel y Santos Hernández, mineros y bastantes damas, recalan en el Once para hacer un paréntesis en su rutina y poder relajarse con una plática entre bebidas y melodías, rodeados por los tesoros que ofrece el rey de los deportes.