domingo, septiembre 8, 2024
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EL RINCÓN DE LA CANTINA VII: HUELLAS DE OTROS TIEMPOS

Entre 5 de Mayo y Tepetapa, se observan

tenues indicios de cantinas otrora famosas

Me senté y le pedí al cantinero
una copa y después la botella,
junto a mí, se arrimó un compañero
que muy triste me dijo su pena:
él también se quedó en una esquina
a la cita tampoco fue ella…

(Abrazado de un poste / José Alfonso Peralta)

Sobre la Avenida Juárez, junto a conocida tienda departamental y frente a uno de los paraderos de autobuses más importantes de Guanajuato, algunos transeúntes se detienen unos minutos en una pequeña pizzería. Otras personas —varios niños entre ellas—, con menos prisa, se quedan en las pocas mesas y sillas del establecimiento. Allí, en ese cuadrángulo, funcionó por años la cantina llamada Foreign Club.

Ese negocio era, quizá, el más cómodo en su especie, gracias a sus anchos y mullidos sillones de piel que ocupaban toda una pared, a la manera de las viejas fuentes de sodas. Su ancho ventanal tenía la peculiaridad de permitir la vista de adentro hacia afuera, pero no al contrario, de manera que los usuarios acodados en la barra podían observar el tráfico tanto peatonal como vial, conveniente ventaja que permitía, por ejemplo, disfrutar una cerveza en tanto llegaba el transporte esperado.

Aquí estuvo, hasta hace no mucho, el “Foreign Club”.

Pese a su reducido tamaño, el recinto contaba con su respectiva rockola, la clásica barra de lustrosa madera, cuadros decorativos y una atmósfera que invitaba al solaz y la camaradería, a la plática con propios y extraños, a la pausa en el jaleo rutinario. Lamentablemente, hace algunos años, sin aviso, un día sus puertas amanecieron cerradas. No hubo más la copa del mediodía, el aperitivo antes de la comida ni el encuentro amistoso entre camaradas. Terminó la historia del Foreign Club.

Aturdido y abrumado, por la duda de los celos,
se ve triste en la cantina a un bohemio ya sin fe.
Con los nervios destrozados, y llorando sin remedio,
como un loco atormentado por la ingrata que se fue…

(La copa rota / Benito de Jesús)

A ambos extremos de 5 de Mayo, hubo dos sitios que, junto al Chencho’s, constituían la oferta etílica de esa calle minúscula: una llevaba el mismo nombre de la mencionada vialidad, 5 de Mayo; el otro se llamaba El Ponche. El primero era muy antiguo, pero si la memoria no falla aún existía en la década de 1970. El otro permaneció mucho más tiempo, aunque en los años 1990 cambió de sede a la mitad de la Calle Alhóndiga, cuando la calidad del servicio ya había decaído bastante.

En su sitio original, no debieron ser lugares muy distintos a otras cantinas típicas: barras de madera pulida con su necesario tubo de metal cromado y el canal de desagüe, anaquel con todo tipo de licores, predominantemente mezcal, tequila, brandy o ron, pues en aquellos tiempos ni el whisky ni el vodka ni otras bebidas extranjeras tenían presencia importante. Y por supuesto, la infaltable cerveza. De ambos, no queda más que el recuerdo en la memoria de sus antiguos clientes.

En esa esquina funcionó “El Ponche” durante años.

Casi al finalizar la Avenida Juárez, antes de cambiar de nombre para adquirir el más peculiar de Tepetapa, Los Altos de Jalisco anunciaba su presencia con las notas musicales cuyas notas se colaban entre las rendijas de las puertas batientes. Amplio, aunque de paredes casi desnudas por la escasa decoración, fue uno de los primeros que ofreció comida casera como botana. Caldo de camarón, arroz con una chuleta o una pieza de pollo o tostadas eran el plus para atraer la clientela.

Extrañamente, era uno de los pocos establecimientos con venta de alcohol en el que se permitía la entrada a niños… acompañados de sus padres, quienes adquirían una Coca o un Squirt para entretener al chiquillo, en tanto daba la hora de retornar al hogar. Hacia mediados de los años 1990, su propietario, Don Jesús, se llevó bar y botanas a la zona sur en expansión, le cambió nombre y comenzó otra historia.

Bajo el balcón, el local que ocupaba “Los Altos de Jalisco”.

Ya me acabé dos cartones,
tomé tequila a montones,
y el olvido no ha llegado…

(No llega el olvido / Espinoza Paz)

Tepetapa fue, en otros tiempos, un verdadero emporio etílico. Al menos cinco cantinas de cierto renombre se concentraban a lo largo de unos pocos metros, flanqueadas por diversos comercios, como antesala a la antigua estación del ferrocarril. De todos esos establecimientos, sobreviven dos, mientras entre los tres restantes uno cerró hace bastante tiempo, otro sufrió un incendio y no reabrió nunca más y el restante cambió de lugar.

El espacio en blanco sobre la tienda revela la ubicación original del “Salón Brasil”.

Del Salón Brasil sobrevive sólo el espacio donde estaba inscrito el nombre, ahora en blanco (los permisos para letreros son caros). El local que ocupaba mantuvo durante un tiempo su vocación como expendio de bebidas alcohólicas, pero en su modalidad de vinatería, hasta su cierre a principios del actual siglo. Hoy, se ha convertido en tienda de artículos para dama: zapatos, bolsas, labiales, regalos.

Metros antes, casi pegada a la fuente del barrio —lamentablemente, siempre seca—, se localizaba el negocio llamado Los Barrilitos, del cual se trató en un escrito anterior.

El cierre más espectacular entre las cantinas de Tepetapa lo representó la que llevaba por nombre El Faro. Emplazada precisamente donde hoy es el acceso al hotel Mesón de la Fragua, tras servir durante décadas a los guanajuatenses sufrió un aparatoso incendio debido a una pipa que se volcó justo frente a sus puertas, en una  noche de 1970. El siniestro orilló a evacuar a gran parte de los habitantes del área e hizo temer un desastre de inmensas proporciones, debido a la carga inflamable del pesado vehículo volteado llantas arriba.

Casi junto a la fuente de Tepetapa, debajo del balcón, funcionaba “Los Barrilitos”.

Afortunadamente, el accidente no pasó a mayores. La gente volvió a sus hogares horas más tarde y todo quedó en anécdota. Pero la puerta ennegrecida de lo que fue un alegre negocio dedicado a la venta de licores y cerveza se mantuvo cerrada muchos días, semanas, meses, hasta que en la década de los 80 el inmueble fue comprado para convertirlo en parte del actual hotel.

Posiblemente, el espíritu emprendedor de quien fue propietario de la cantina El Faro se consumió a la vista de las llamas y escapó con la humareda convertido en desesperanza. Como para emborracharse de tristeza.

La cantina “El Faro” antes del incendio que le dio fin. (Fotografía de Francisco Ballesteros)
Benjamin Segoviano
Benjamin Segoviano
Maestro de profesión, periodista de afición y vagabundo irredento. Lector compulsivo, que hace de la música popular un motivo de vida y tema de análisis, gusto del futbol, la cerveza, una buena plática y la noche, con nubes, luna o estrellas. Me atraen las ciudades, pueblos y paisajes de este complejo país, y considero que viajar por sus caminos es una experiencia formidable.
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