Año con año, la lucha armada de 1910
revierte en bailes y desfiles deportivos
La gran mayoría de los infantes mexicanos, en cuanto inician su etapa escolar, año tras año, alrededor del 20 de noviembre, son reclutados para las filas de la Revolución. Ciertamente, no a combatir, pero sí a marchar, bailar o cantar. Hay por lo menos un par de opciones para integrarse a esta moderna “Bola”, como se solía llamar al movimiento armado que vivió nuestro país en la segunda década el siglo XX.
La primera alternativa es equipar a los niños con sombreros y falsas cananas y a las niñas con largos, amplios y coloridos vestidos adornados con flores, pero asimismo dotadas de sus correspondientes carrilleras, en las que brillan balas de cartón cubiertas de papel metálico en color oro o plata, según el gusto o el presupuesto de las apuradas pero orgullosas mamás.
El grupo de educandos asignado a esta especie de regimiento escolar tendrá en sus manos la difícil tarea de complacer al exigente público formado por las madres y padres de familia con bailables cuyos pasos deben seguir los compases de típicas melodías. Además, actuarán bajo la vigilante mirada de maestros y maestras que, como apurados sargentos, sudan la gota gorda para que sus huestes cumplan las órdenes y actúen con decoro.
Entre las canciones que surjan de las bocinas, unas tratarán de caballos, otras de héroes como Pancho Villa y quizás habrá hasta alguna dedicada a una carabina, pero no cualquiera, sino 30-30. Sin embargo, lo más probable es que mencionen nombres de mujeres legendarios y hasta algo extraños: Adelita, Valentina, Marieta, Rielera, aunque los temas no siempre sean bélicos, sino amorosos.
Quienes no gusten del zapateado, tal vez corran con suerte y les toque afinar la garganta para ponerse a cantar. Casi seguramente habrá sonrisas si se llega a escuchar la pieza que habla de una cucaracha en problemas, pues eso de que carecer de una pata y fumar marihuana es cosa seria, incluso para un resistente insecto.
La segunda alternativa es más pasable para tímidos e introvertidos, aunque no más económica para las familias. En estos tiempos, adquirir una playera, short, medias y tenis a juego para cada participante exige llegar a media quincena con finanzas sanas, recurrir al empeño o bien al mexicanísimo sablazo. Todo sea por los peques.
No sabemos qué pasaba por la mente del presidente Emilio Portes Gil cuando decidió, en 1928, celebrar el inicio de la Revolución Mexicana con una carrera de relevos. Tal vez era pacifista y pensaba que el deporte era más apropiado para conmemorar ese hecho histórico que presumir las armas nacionales, no siempre cubiertas de gloria. Luego, al Tata Lázaro Cárdenas, quien gobernó México entre 1934 y 1940, se le ocurrió decretar el 20 de noviembre como Fiesta Nacional y de ahí para adelante casi nadie se ha salvado, en su infancia o juventud, de protagonizar algún número relacionado con dicha celebración.
Los desfiles conmemorativos de la Revolución suelen ser espectaculares y atraen ríos de gente, entre madres, padres y abuelos ufanos de sus vástagos y simples curiosos atraídos por la exhibición, que suele recorrer las principales calles de cada población, por pequeña que sea, y que da oportunidad de observar un raro, pero legítimo y multitudinario orgullo patrio.
Los pequeños de preescolar quizás no sean muy ágiles para las acrobacias, aunque en su hogar demuestren lo contrario, así que las primeras irán disfrazadas de traviesas y maquilladas “Adelitas”, “Coronelas” o “Jesusitas” con rumbo a Chihuahua, mientras que los segundos serán Madero, Zapata, Villa, Carranza, Obregón o simples “Juanes” por un día. En primaria, los maestros se las ingeniarán a fin de que sus alumnos muestren sus habilidades futboleras, basquetboleras o boxísticas, con el secreto anhelo de arrancar aplausos a los espectadores.
Los mayores, particularmente en secundaria o bachillerato, tal vez se atrevan a presentar llamativas pirámides, montajes humanos que antaño eran la máxima atracción de estos eventos, pero que las precauciones actuales y los protocolos de Protección Civil desaconsejan, por aquello de que pueda caer algún participante y se le abolle algo más que la dignidad.
Hace décadas, en Guanajuato capital, los desfiles deportivos fomentaban la competencia entre planteles. Legendarias eran las presentaciones del desaparecido Internado “Ignacio Ramírez”, cuyo sistema en parte militarizado provocaba admiración general, por encima de la Escuela Normal o la misma UG. El desaparecido compositor Joan Sebastian, quien fue alumno de aquella institución, probablemente adquirió allí la disciplina necesaria para pulir las canciones que le hicieron justamente famoso.
Décadas más tarde, la Escuela Secundaria “Presidente Benito Juárez” lucía enormes pirámides montadas con habilidad pese al irregular terreno, en feroz contienda —no siempre estrictamente deportiva— con los menos numerosos pero igualmente entusiastas alumnos del plantel privado que también llevaba el nombre del Benemérito: Colegio Juárez.
Lo que es indudable es que este 20 de noviembre, niños y niñas, mamás y papás, profesores y profesoras, dejarán su casa desde temprano para hacerse presentes entre la “bola” de gente, unos como participantes y otros como testigos, pues como decían ciertos políticos del pasado: la Revolución no ha terminado, solamente se bajó del caballo. Podemos añadir que, por suerte, se volvió música, baile y deporte.