Una encrucijada de callejones evidencia la
mutación urbana al transcurrir del tiempo
Hace aproximadamente medio siglo, al ancestral barrio de Pastita, en Guanajuato, desembocaban muchos callejones por la vertiente izquierda, pero solamente uno por la derecha. La explicación era sencilla: por un lado, la zona se comunica, a través de múltiples vías, con el centro de la ciudad; por el otro, circula un ancho arroyo que baja de la sierra, tras el cual se llegaba solo a un tramo casi virgen de la carretera Panorámica. Más allá, todo era cerro, tan silvestre que se llegaba a escuchar, en las noches silenciosas, el aullido del coyote.
El único callejón construido por la cuesta derecha (ahora hay más) comenzaba -todavía comienza- a un costado de la Escuela Secundaria Presidente “Benito Juárez”. En aquel entonces, ese espacio se convirtió muchas veces en el ring donde los alumnos del plantel dirimían sus diferencias a puñetazos, fuera de la vista de los estrictos prefectos. Por otro lado, también era sitio de encuentro para romances adolescentes, favorecidos por la creación del turno vespertino y la escasa iluminación de los pálidos faroles de esos tiempos.
Montenegro, como se llama ese camino, muestra las características típicas de los barrios del viejo Guanajuato: casas de anchos muros, muchas de ellas de adobe; marcos de cantera sobre las puertas, balcones enrejados, adoquines. Pero no ha dejado de crecer, así que ha debido adaptarse a las actuales necesidades de tránsito y servicios que demandan vecinos y peatones, sobre todo a partir del surgimiento de un conglomerado urbano en la parte superior.
Hacia mediados de los años 80 del siglo pasado, el montañoso declive de la derecha comenzó a poblarse de inmigrantes procedentes de diversos lugares, parte de un amplio movimiento que condujo a muchos campesinos y sus familias a las zonas urbanas del estado y propició la creación de nuevas colonias en numerosas ciudades. Así surgieron, por ejemplo, Sopeña en Silao, Lindavista en Dolores Hidalgo y, en el caso de que hablamos, el Cerro de los Leones.
La colonización del área circundante de la Panorámica, en el tramo comprendido entre la vecindad de Pastita y la presa de la Olla fue, en un principio, caótica. Las viviendas, provisionales muchas de ellas, se acomodaron de acuerdo a los desniveles del terreno. Rápidamente, la naciente colonia se volvió un inmenso hormiguero humano que abarcó toda superficie habitable y que originó la necesidad de nuevas rutas de comunicación con la vía principal de la ciudad. Así nació El Zapote.
Existía ya un callejón del Zapote, en pleno centro citadino, que forma parte del laberinto de senderos que lleva al Pípíla desde la calle de Alonso. Desconocemos por qué los pobladores del naciente asentamiento eligieron el mismo nombre para el suyo de Pastita, aunque suponemos que en alguna huerta aledaña crecía un árbol frutal de ese tipo. El caso es que pronto ese nuevo paso a la Panorámica se sumó a muchos otros creados entre el Cerro de los Leones y el Paseo de la Presa.
De esa forma, en algún momento, Montenegro conectó con El Zapote, pero a través de un tercer callejón, nombrado “De las Flores”. Este trayecto a media cuesta no carece de cierto atractivo. La mala fama de que goza la zona, por la inseguridad que por años la ha asolado, no impide apreciar detalles interesantes a lo largo de la ruta. Algunos vecinos se han esmerado por mantenerla limpia y se las han ingeniado para dejar, aquí y allá, rincones agradables a la vista.
Si se parte desde la secundaria, en principio las casas de Montenegro muestran la elegancia de las residencias de antaño, aunque no falta alguna deteriorada por los años. Una vez traspasado ese tramo, el callejón continúa por la derecha hasta la Panorámica, mientras por la izquierda una cuesta empinada anuncia el callejón De las Flores, con una barda larguísima que delimita la ladera que baja al río, hasta que se llega al punto en que el piso nuevamente se empareja.
Tras una vuelta, un frondoso pirul proporciona sombra al agotado caminante, y casi enseguida un enorme cactus se yergue esbelto sobre una barda de piedra. En cierto momento, entre las ramas de los árboles asoma el cerro del Meco con su cima plana, y en otro recodo le toca el turno al de la Bolita, a cuyos pies se despliega el caserío. A lo lejos, llama la atención la espesa arboleda del siempre verde Chichíndaro, hasta que por fin, una bien cuidada jardinera, llena de flores, anuncia la conexión con el callejón llamado De las Gardenias, que a su vez desciende del Cerro de los Leones al Zapote.
La visión aquí es distinta. Los habitantes de este sector debieron edificar sus hogares en una agreste superficie donde incluso había una cascada que alimentaba un angosto torrente, ambos paisajes lamentablemente ahora encajonados en las instalaciones de drenaje. El gris del cemento domina este espacio, pero conforme se desciende son notorias las mejoras de infraestructura, como lo demuestra el ancho puente que sobre el río permite a autos y personas llegar a Pastita.
A un lado del puente, destaca una estructura blanca y metálica, el templo del Zapote, con su enhiesta y posmoderna torre-campanario, conjunto que simboliza la fe de la gente en que la vida, por difícil que sea, puede llegar a ser mejor con el esfuerzo conjunto del vecindario, y con el tiempo convertir a cualquier barrio en un lugar digno de visitar, e incluso, de admirar.