lunes, enero 20, 2025
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AÑO NUEVO EN LA CÁRCEL

El brindis en una prisión, lejos de casa,

durante un trayecto por la Sierra Gorda

En la actualidad, el nombre de Xichú todavía posee reminiscencias de un sitio remoto, lejano, extraño. Y en cierto modo, lo es. Así que hace 40 años resultaba casi casi un lugar fantástico, exótico, inexplorado. En aquel entonces, viajar a ese municipio era aventurarse en un territorio, si no virgen, todavía prístino.

Actualmente, el auge turístico de la Huasteca potosina ha provocado que, paulatinamente, las zonas aledañas sean cada vez más y mejor conocidas. La Sierra Gorda de Querétaro, con sus impresionantes paisajes, pueblos, sótanos e históricas misiones —fundadas por ese caminante incansable que fue fray Junípero Serra—, es un ejemplo. Las grutas hidalguenses de Tolantongo, otro.

Pues el estado de Guanajuato tiene, en su región noreste, al traspasar la carretera federal 57, una amplia zona escasamente comunicada, muy poco visitada, pero de paisajes impactantes y notable interés, conformada por ocho municipios: San Luis de la Paz, que es algo así como la puerta de entrada; San José Iturbide, Doctor Mora, Tierra Blanca, Santa Catarina, Victoria y, particularmente, por encontrarse de lleno en la Sierra Gorda, Xichú y Atarjea.

El templo del antiguo Real de Minas de Xichú, en la primera imagen. En la segunda, campamento en el camino.

Un día, cuando mis primos y yo apenas entrábamos a la adultez, un tío común, hermano menor de nuestras madres, nuestro líder y cómplice, decidió que era hora de explorar Xichú. Cuatro décadas atrás, la manera más rápida de llegar a ese poblado era tomar el único y destartalado camión que salía de San Luis de la Paz y viajar entre tumbos, durante más de cuatro horas, por un camino de terracería que atravesaba dos estrechos túneles antes de llegar.

La alternativa era emprender una larga caminata que atravesaba primero el semidesierto ludovicense, subía luego, entre cactus y matorrales, la empinada cuesta hacia la Sierra Gorda (hoy Reserva de la Biosfera), y posteriormente cruzaba un espeso bosque de pinos, para finalmente, luego de maravillarse con la cascada del Charco Azul, efectuar un larguísimo descenso hasta la cañada donde se asienta el real de minas xichulense.

Cascada del Charco Azul, en el corazón de la Sierra Gorda guanajuatense. (Fotografía, cortesía de Francisco Arellano)

Para no hacer largo el cuento, como suele decirse, habrá que señalar que, en distintos viajes, efectuamos ambos recorridos. Claro que, a los 20 años, uno es capaz de hacer eso y más. De esa manera fue como descubrimos la belleza de la región. Pero aún fuimos más allá: en una ocasión, llegamos hasta San Ciro de Acosta, ya en territorio potosino, y en varias más hasta Jalpan, Querétaro, antes de emprender el regreso. Este relato se centra en una de estas últimas expediciones.

Procedentes de una familia guanajuatense de arraigado catolicismo, las fiestas decembrinas eran —y son— para nosotros una especie de ritual imperdonable, con su culmen en las cenas de Navidad y Año Nuevo. Mas en el episodio que voy a narrar, supimos que la celebración entre el 31 de diciembre y el 1 de enero del año siguiente la haríamos por vez primera lejos de casa. No habría abrazos con nuestra querida abuela-matriarca ni con nuestras madres, tíos ni hermanos. Tampoco tendríamos ponche, tamales, buñuelos ni lomo mechado. El confortable calor del hogar quedaba lejos. ¿Dónde nos alcanzaría ese fin de año sui géneris? Era un enigma.

La Sierra Gorda de Guanajuato.

Xichú es un espacio lleno de contrastes: de las alturas de la sierra, pobladas de pinos y luego de encinos, se desciende hasta barrancas semitropicales, donde incluso hay platanares y cultivos de café. Una vez que se parte de la cabecera municipal, río abajo, ruinas mineras aparecen de la nada en un sitio conocido como Adjuntas, antes de que la ruta encierre a los caminantes en una imponente barranca. La etapa inicial tenía como meta un sitio llamado Ojo de Agua.

En cierto momento, poco después de otro poblado conocido como Llanetes, el cañón termina y desemboca en el río que lleva el apropiado nombre de Bagres, que en esa área solo lleva agua durante las lluvias. Allí, hay que seguir por el brazo izquierdo, hasta arribar a la comunidad de La Laja, que surge oportunamente para reponer fuerzas y renovar las existencias del vital líquido, gracias a un rústico pozo situado a la vera del camino.

En el Ojo de Agua, el líquido brota entre rocas, a la sombra de los sabinos.

Aún falta. La indicación que nos dieron la primera vez, fue que llegaríamos en tres curvas más de río, pues aquí las distancias medidas en kilómetros carecen de sentido: la topografía y el tiempo de caminata son datos más confiables. Lo que no se nos dijo fue que cada curva del cauce era enorme. Los pasos sobre el seco y pedregoso lecho agotan, mas llega un momento en que se escucha claramente un rumor de agua que, a esas alturas, suena más a espejismo que a realidad.

Sin embargo, existe. El Ojo de Agua es una maravilla natural. Repentinamente, de la nada, el agua brota de la roca en borbotones y forma amplias charcas que invitan a sumergirse. Lo mejor: a un lado, sobre una loma, ha sido levantado una especie de cobertizo, ideal para un eventual campamento. Un sitio de parada obligado. Alrededor, las imponentes paredes de caliza muestran su agreste belleza. Por la noche, nubes de murciélagos salen de las cavernas cercanas en busca de alimento.

Los cañones a orillas del Ojo de Agua y la caminata por el río Santa María. (Fotografía Ojo de agua, cortesía de Francisco Arellano)

El agua es sorprendentemente tibia y transparente. Los lugareños acostumbran ir a pescar bagres (de ahí el nombre de la corriente) y langostinos de río. Pero nosotros debemos seguir. Unos cuantos metros adelante, el río conecta con el Santa María, el cual sirve de límite con San Luis Potosí y que cada vez con mayor caudal continúa su camino, recoge el agua de otros cauces y no se detiene hasta desembocar en el Golfo de México, con el nombre de Pánuco.

Tras nuevas vueltas y revueltas, el río se abre a un valle más ancho, mientras a la mitad de una ladera cercana se ven casitas, entre las cuales surgen volutas de humo que indican fogones en acción. Es El Platanal, el lugar con menor altitud de la entidad (600 msnm), otro espacio ideal para acampar y observar, por la noche, el firmamento plagado de estrellas, rodeados por los murmullos de la fauna nocturna.

Dos aspectos de El Platanal, el sitio a menor altitud del estado. (Fotografías, cortesía de Francisco Arellano)

Dejamos allí el cauce y trepamos otra cuesta, de acuerdo con el detallado mapa que nos proporcionó una dependencia federal (faltaba aún mucho para Google Maps). Entre matorrales primero, y después por un frondoso bosque, llegamos a la comunidad serrana El Roblar; poco después, hicimos un alto para la comida en Puerto de Buenavista, sitio encantador con un arroyo de cuento de hadas. Casi inmediatamente, cruzamos el límite con Querétaro, bajo torrencial aguacero.

La Florida, primer destino queretano al que llegamos, es un sitio elevado y bastante frío. La tarde de nuestro arribo, estaba envuelto en una niebla tan espesa que no se veía a más de dos metros. Debido a lo avanzado de la hora, decidimos consultar al delegado municipal, en busca de hospedaje. El representante del pueblo, hombre bromista y afable, nos ofreció un espacio nuevecito, literalmente lo estrenaríamos: la recién inaugurada cárcel comunitaria, sitio sin muchas comodidades pero recién pintado y con un baño impecable. Eso sí: nos dejó la llave.

En La Florida se recibió al Año Nuevo.

Tras instalarnos lo mejor que pudimos en el frío cemento de la celda, salimos a comprar, cual fantasmas entre la neblina, algo de pan, frituras y otros artículos en la tienda Conasupo del lugar. Así llegó la última noche de ese año. Alrededor de una lámpara de seis voltios que prendimos a manera de fogata, abrimos las dos botellas de charanda que nos quedaban, hicimos algunos sandwiches y preparamos el indispensable café en una pequeña estufa de alcohol.

La zona es una Reserva de la Biosfera que protege la vida silvestre. (Fotografía, cortesía de Francisco Arellano)

En esa forma, entre las melodías emitidas por nuestra grabadora, olvidamos la humedad y el cansancio; recordamos a nuestras familias que allá, en la lejana capital guanajuatense, estarían en plena celebración de Año Nuevo. Cenamos y brindamos contentos, porque se nos permitía vivir una aventura sin igual, pasamos de un año al siguiente en una prisión que, para nosotros, esa noche fue un hotel de cinco estrellas.

Trayecto recorrido ese día de fin de año.
Benjamin Segoviano
Benjamin Segoviano
Maestro de profesión, periodista de afición y vagabundo irredento. Lector compulsivo, que hace de la música popular un motivo de vida y tema de análisis, gusto del futbol, la cerveza, una buena plática y la noche, con nubes, luna o estrellas. Me atraen las ciudades, pueblos y paisajes de este complejo país, y considero que viajar por sus caminos es una experiencia formidable.
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