Suele caminar por las calles de Guanajuato con su violín al hombro. Lleva una bufanda delgada al cuello que le da un aire de sofisticación. Avanza con seguridad, sumida en sus pensamientos. De pronto, entra en un café o restaurante, saca su violín del estuche, saluda con efusividad y empieza a tocar.
No hay escenario fijo, no hay telón que caiga ni luces que se apaguen. Sólo el violín y esa necesidad profunda de actuar para otros, como quien comparte un secreto antiguo.
María Genoveva no necesita anunciarse: su presencia se ha vuelto parte del ritmo habitual de nuestras calles. Es todo aquello que hace entrañable un lugar, un momento, un sorbo de café, en el instante mismo en el que es su música quien empieza a hablar.
Algunas personas fingen seguir en lo suyo. Otras interrumpen todo para observarla, para dejarse llevar por el movimiento de su cuerpo estilizado, que se mece con la misma cadencia de su arco, como un personaje de cuento fantástico.

María Genoveva es una mujer que no pasa desapercibida. Todos la hemos visto, la hemos escuchado. Forma parte de la cotidianidad de la ciudad capital. Sin embargo, no todos saben su historia: cómo fue que el violín y ella se volvieron inseparables ni por qué decidió dedicarse al arte callejero.
“La música vino a mi vida por mi padre. Él tocaba en la Sinfónica Nacional de la Ciudad de México. Yo soy de allá. En casa se escuchaba pura música culta; decían que, salvo la música de orquesta, lo demás era basura. Pero yo no estoy de acuerdo con esas ideas. Tal vez no todo en la música es bueno, pero sí hay cosas muy buenas”.
María Genoveva Aguirre Parra ha formado parte de grandes orquestas. Sin embargo, por decisión personal y circunstancias de la vida, optó por hacer de la calle su escenario.
Comenzó su formación musical a los 14 años en la Escuela Nacional de Música de la UNAM, cuando la institución se mudó de San Cosme a Xicoténcatl, en Coyoacán.
“Entré en el 81, cuando acababan de cambiar la escuela. Me quedaba a la vuelta de mi casa. No tenía ni que tomar el metro. Y puedo decirlo con mucho orgullo: yo fui de Coyoacán”.
Aunque empezó “tarde” con el violín, como ella dice, su deseo de hacer algo diferente la llevó a tomarlo con seriedad.
“Todos los vecinos hacían algo. Yo soy un poco antisocial, pero la vecina iba al ballet, la otra también iba al ballet, y el vecino, que era un muchacho, iba al futbol. Yo decía: ¿Qué hago? Quiero hacer algo. Y se me ocurrió que el violín, era mi opción”.
Aquella ocurrencia fue el inicio de un camino que, poco a poco, dejó atrás su sueño infantil de ser veterinaria, aunque el amor por los animales permanece intacto.
“Desde niñita yo quería ser veterinaria. Hasta la fecha me encantan los animales. Son todo mi querer. Como soy divorciada desde hace muchos años, les digo a mis mascotas que ya me hubiera muerto de tristeza si no fuera por ellos. Mis perritos, mis tortugas… me gustan también las ranas”.
A diferencia de su familia, para ella la música no tiene jerarquías, sólo épocas. Aunque reconoce que no todo es bueno, también defiende la riqueza de otros géneros.
“Por ejemplo, actualmente mi música favorita es la electrónica. Desde hace quince años que íbamos a fiestas donde se tocaba esa música, en Irapuato”.
Aunque ya conocía Guanajuato, fue hace diez años que regresó definitivamente, esta vez como artista callejera. La decisión vino tras quedarse sin empleo.
“Cuando me quedé sin trabajo, decidí tocar en las calles, entrar a los cafés. Antes toqué en la sinfónica de Morelia, en la de Querétaro… también estuve en la de Nayarit. Viví en Tepic poco tiempo, pero me gustó mucho el ambiente tropical. Estuve dos años y medio. Antes también viví en San Luis Potosí y en Irapuato, a principios de los dos mil”.
La resiliencia se volvió parte esencial de su día a día. Y también su alegría. El arte callejero, como el de María Genoveva, es también un acto de valentía. No tiene certezas ni garantías, sólo la convicción de que lo que se ofrece: una melodía, una emoción, un instante compartido, también tiene valor. No se trata de llenar teatros, sino de habitar los espacios cotidianos con belleza. De recordar que el arte, cuando nace del alma, encuentra su sitio incluso en una banca, una esquina o una tarde cualquiera.
“Me inspira mucho cuando toco y la gente se conmueve, le gusta… es mi misión en la vida: tratar de hacerlos felices unos momentos. Porque los he visto hasta llorar. Me llena ver cómo se conmueve la gente. Me gusta este trabajo porque siento que sirvo de algo en este mundo, en el que ya somos un chingo de personas”.
En cada nota que brota de su violín, hay una memoria, una pregunta, una caricia. Y aunque ella no lo exprese con palabras, su presencia en las calles es un recordatorio silencioso de que el arte no necesita escenarios grandiosos para tocar el alma.
Aunque su madre no concuerda del todo con que toque por dinero, María considera que esta actividad es más que un sustento: es una forma de conectar con los demás. Quienes la han visto tocar, lo saben: su arte no es sólo técnica, es resistencia. Es su forma de reclamar un lugar en el mundo, de decir: “aquí estoy, sigo en pie”.
“Tengo la suerte de que siempre me han aceptado en los lugares donde entro a tocar. Les estoy muy agradecida. Claro que no faltan sitios donde no me dejan ni acercarme al balcón, pero son los menos”.

Cuenta los años que lleva en esta vida, y mira hacia el futuro con claridad:
“Tengo 22 años de dedicarme al arte callejero. A veces ya me canso. Antes toqué 18 años en la sinfónica. Ya llevo cuarenta y tantos años tocando. Pretendo llegar a los 50 años de vida artística. Aunque, claro, uno propone y Dios dispone”.
No fue posible continuar la entrevista. Las palomas merodeaban la banca en busca de migajas, y un perro sin hogar se le acercó con afecto en cuanto la reconoció. María se apresuró a comprarles un pan antes de seguir su camino.
—Time is money —dijo, con una sonrisa, antes de tomar su estuche y perderse por alguna calle empedrada de la ciudad.
Así, con su bufanda ligera al cuello y un pan en la mano para los que no tienen casa ni nombre, María Genoveva sigue su andar. Un día más, un canto más. El arte de continuar y de tocar el alma con cada nota.