Bajo la fronda de encinos y robles, un camino
magnífico sobrevive a los avatares del tiempo
Tras un par de muros unidos por una cadena, a orillas de la carretera Guanajuato-Dolores Hidalgo, un grupo de jinetes emprende el camino hacia el interior de la Sierra. Los caballos caracolean y levantan polvo, mientras que los campesinos dialogan animosos en la mañana fresca, aunque ya el Sol envía rayos que, solo horas después, calcinarán las piedras al descubierto y arrojarán a los animales a sus madrigueras, en busca de la sombra protectora.
“Los Mexicanos” se llama la senda, trazada hace 138 años, entre matorrales, robles y encinos, por el famoso Ing. Ponciano Aguilar, exactamente en 1887, según evidencia documental, como un atajo entre los minerales de Valenciana y Santa Rosa. Puede asegurarse, sin temor a equivocarse, que la tierra color naranja, muy apreciada por los alfareros para elaborar sus artesanías de barro, ha sido pisada por cientos de generaciones de viajeros.

Recorrer el trayecto se antoja una delicia. El ligero viento trae aromas de romero y alienta el espíritu de aventura, aunque los ruidos y huellas de las creaciones humanas nunca están lejos. A la izquierda, se levantan cuestas arboladas, al otro lado de las cuales transitan los cientos de vehículos que se mueven entre la capital del estado y la ciudad Cuna de la Independencia Nacional.
A la derecha, la vista es esplendorosa, hacia los cerros que circundan Guanajuato, destacadamente los de Chichíndaro, Sirena, El Meco y, en la lejanía, los farallones que identifican a Los Picachos. Incluso asoman algunas casitas de la cañada. El mismo paisaje que han apreciado por décadas mineros, jornaleros, peregrinos y, más recientemente, senderistas, atletas y motobikers, aunque recientemente un par de rejas se han convertido en seria amenaza para el futuro de la ruta.

En cierta recta del camino, un somnoliento alicante, incapaz de moverse con rapidez, cruza la ruta con su cuerpo formando un zigzgag, provocando sobresalto a los caminantes, por lo demás injustificado, pues la especie es inofensiva para la gente. Tras tomarle algunas fotos (eso sí: de lejitos), el reptil queda ahí, quieto, a la espera de que la luz solar reactive sus adormilados músculos y pueda iniciar lo que probablemente es su cacería matutina.
Múltiples arroyos, secos en esta época, atraviesan el sendero. El agua que en temporada de lluvia desciende por la empinada ladera va a dar al arroyo que, a su vez, baja de la Cañada de Flores hasta desembocar en la Presa de Mata. Quien ha sido testigo de esas riadas sabe lo aparatoso que suelen ser, con sus impetuosos torrentes y pequeñas cascadas color marrón, que se convierten en cristalinas caídas de agua una vez que pasa la tormenta y los caudales se asientan.

En otro punto, las risas juveniles de un grupo de estudiantes, seguramente de pinta, rompe el silencio, que generalmente solo es interrumpido por el vuelo de algún ave o la correría de lagartijas u otros pequeños habitantes del bosque. Conforme se adentra uno en la Sierra, la vegetación se espesa. Un par de rudos lugareños comparten una caguama a la sombra de un gran árbol, pero no se olvidan de saludar a los caminantes.
La sensación es sobradamente agradable. Se siente uno libre de las ataduras de la rutinaria vida urbana. El trabajo, la escuela, los compromisos quedan atrás por algunas horas, para que los sentidos se concentren en oler, respirar, percibir el susurro de las hojas y extasiarse con panoramas hermosos, pese a que, ante la sequía, el follaje muestre por ahora un tono verde-grisáceo.

En cierto punto, se arriba a un entronque con la ruta principal, que enlaza a Santa Rosa con Peñafiel. El rugido de motores advierte la cercanísima presencia de intrépidos motociclistas que surgen tras una loma y saltan, cual modernos centauros, elevándose por los aires para caer sobre la ruta. Hombre y máquina unidos, en una competencia que los llevará aún más abajo, hacia la carretera que bordea el espejo de agua de la Presa de Mata.
Desde ahí hay que subir para el mineral de Santa Rosa, hoy en día convertido en flamante emporio turístico como principal punto de partida a los muchos atractivos de la Sierra, esa a la que José Alfredo cantó en una de sus más famosas melodías. El camino se ensancha, los árboles se elevan aún más altos y aumenta la presencia humana: atletas en entrenamiento, paseantes con sus perros, camionetas.

Varios kilómetros después, luego de otro entronque, ahora hacia el Monte de San Nicolás, aparecen las primeras casas del antiguo poblado minero, y, finalmente, la salida hacia la zona de la Cruz Grande, junto a la carretera pavimentada, última parte del recorrido, un recorrido formidable, pues quien lo transita adquiere una vital experiencia, que conecta con el atávico espíritu humano anhelante de espacios abiertos y bellos parajes bellos. En pocas palabras, se aprecia la libertad. Por las actuales y siguientes generaciones, es justo que así continúe.
