EL HILO DE ARIADNA
Antigua y significativa conexión de los barrios alfareros con el corazón citadino
Durante mucho tiempo, los vecindarios de San Clemente y San Luisito, situados en el camino hacia el mineral de Cata, vivieron en una especie de aislamiento semi rural: a partir de Dos Ríos —confluencia entre dos cauces que tercamente inundaban, cada año, el área baja de Guanajuato— iniciaba una terregosa senda por la ribera del arroyo, entre muros de viejas haciendas y numerosos talleres de alfarería con paredes salpicadas de barro, junto a viviendas en su mayoría modestas.
Era entonces común ver más recuas de mulas que autos, así que la principal vía de comunicación con el centro urbano era una larga y ancha senda situada a lo largo de una de las vertientes del Cerro del Cuarto, sobre el borde de lo que alguna vez fue la gran Hacienda de Salgado, ruta que lleva el curioso nombre de Terremoto (o Terremote, como le llaman algunos todavía y como dice una placa situada en uno de sus extremos).

Así, adormilada en su quietud provinciana, la zona continuó hasta que, por fin, merced a que un gobernador decidió irse a vivir por esos andurriales, en el casco de una hermosa hacienda situada en San Luisito, llegó un impulso urbanizador imparable: una barda protectora se levantó a orillas del río, la calle se pavimentó con adoquines y lámparas estilo colonial sustituyeron a los mortecinos focos que la gente colocaba para alumbrar la angosta calle.
Aumentó también el flujo vehicular, pero los habitantes, para evitar dar un largo rodeo, continuaron utilizando el Terremoto como atajo hacia el centro. Y no sólo los del rumbo, pues a principios de los años 1970 ya era evidente la multiplicación de inmuebles en la ladera del Cerro de Cuarto, con lo que crecieron los callejones que desembocaban en la misma vía y por los que bajaban los residentes.
Mas nada es para siempre. El empuje urbano llevó al aumento del tráfico, lo que hizo necesario construir nuevos espacios para los ubicuos automóviles. Se determinó entonces perforar el cerro, entre Juan Valle y San Clemente, para abrir un túnel, enlace directo con el centro histórico. Asimismo, se embovedó el río de Cata a fin de ampliar el ancho de la calle principal y evitar los tradicionales atascos que a diario se suscitaban en la angosta avenida. El Terremoto, entonces sí, perdió cierta relevancia como vía de comunicación… pero no su típica imagen.

Con su punto de partida en el hoy indistinguible puente del Divino Rostro, el Terremoto inicia en una larga, ancha y empinada cuesta, donde antaño, se ubicaba una gran carbonería, muy frecuentada por las amas de casa, habituadas a cocinar en anafres. El ascenso, dificultoso para quien no está acostumbrado, termina en un recodo junto a un corto callejón que posee el extraño nombre de Cuetero y que conduce a una especie de pequeña plazuela en su cruce con el Callejón del Charro.
De inmediato, aparecen las rejas del pequeño Templo del Santo Niño de los Atribulados, antaño y también ahora punto de reunión dominical de la feligresía del rumbo. Allí todavía la vía es ancha y permite aparcar a algunos autos, pero unos cuantos metros adelante, exactamente en el sitio donde comienza el descenso del Callejón de Carrica, el trayecto se estrecha tanto que, en cierto tramo, pasa el peatón o pasa el coche, porque ambos no caben al mismo tiempo.

Carrica es importante. Largo y bellamente adoquinado, se localiza sobre la antigua división entre lo que fueron las haciendas de Salgado y San Clemente, hasta desembocar en Dos Ríos, punto nombrado así porque en él se unen los torrentes de los arroyos de San Javier y Cata, los cuales, en temporada de lluvias, provocaban al encontrarse una elevación tal del agua, que ésta terminaba por desbordarse, correr calle abajo y anegar Cinco de Mayo, Pardo, El Cantador y los Pastitos, hasta que en 1972 la autoridad se decidió a construir un nuevo túnel de desagüe que dio salida a la riada afuera de la ciudad, con el desfogue a plena vista —todavía hoy— junto al hotel Real de Minas.
Pero el Terremoto se alarga. A un paso de Carrica, una tienda tradicional, con mostrador y armarios de madera, que perteneció al famoso Don Elías y atienden sus descendientes, continúa en operación, pese a la creciente competencia de expendios más modernos. A continuación, se percibe un intenso aroma a pan recién horneado, proveniente del Callejón del Charro, donde opera uno de los pocos amasijos que sobreviven en la ciudad. Antes de doblar a la derecha, sube otro callejón, el del Toro, el cual, lo mismo que el anterior, comunica con el populoso Cerro del Cuarto.

Prosigue una larga recta, con la pequeña Privada del Mosco, frente a la cual se extiende por varios metros un muro trazado con arcos y protegido por malla ciclónica. Si uno puede asomarse, verá hacia abajo las ruinas de lo que fue la ya mencionada Hacienda de Salgado: muros y árboles ocultos a la mayoría de los transeúntes, entre los que aparece una alberca y se levantan edificios de apartamentos, conjunto que pertenece al organismo de seguridad social abreviado como ISSSTE.
Nueva vuelta, ahora la izquierda, para dar lugar al Callejón del Chilito, hacia arriba, y al otro lado, hacia abajo, los de Trasgallo y Mandamientos, uno muy angosto y retorcido, otro recto y muy ancho, pero ambos de corta extensión y culminantes en el mismo lugar: frente al edificio de la Alhóndiga de Granaditas. Mas el Terremoto aún avanza varias decenas de metros, hasta el principio de una rampa, en cuya esquina parte otro pasadizo, el Grasero, y que luego baja sin interrupción a la Calle de Galarza.

Dicen los historiadores que, en 1810, al comenzar la Guerra de Independencia, el Ejército Insurgente atacó la Alhóndiga, a la sazón convertida en refugio de gachupines, por el Cerro del Cuarto, es decir, donde ahora corre el camino que nos atañe. Tal vez en aquella época era sólo una polvosa calzada que sirvió para llevar caballos, cañones e infantería ante los gruesos muros del granero; quizás apenas era un sendero, pero se convirtió en arteria fundamental para ese episodio histórico.
Hoy, venido a menos como atajo debido al túnel Santa Fe, el Terremoto constituye sin embargo un recorrido impregnado de nostalgia. Pese a la ausencia de banquetas que protejan al peatón del paso de vehículos, andarlo es traer a la memoria el discurrir de otros tiempos, menos veloces y más pausados, pero también mucho menos estresantes.
