Sitios de confluencia a los que uno se siente atraído cual si fuera limadura de fierro por un imán
¿Qué es un lugar común? La visión crítica habitual se refiere a los tópicos, a una expresión muy trivial y usada. Y no es a ella a la que me refiero. Quiero pensar más bien en sitios de confluencia a los que la gente acude en las ciudades, lugares que son como imanes adonde uno se siente atraído cual si fuera limadura de fierro. Me refiero a los espacios donde es posible sentirse a gusto por alguna de muchas razones, a los cuales uno invariablemente va, y suele quedarse, porque hay algo de beneficio: la vivencia de una sensación, posibles encuentros con otras personas, margen para la contemplación, la coincidencia en el espíritu gregario con otros coterráneos.
Un lugar común, quisiera pensarlo así, fue fraguado por el paso del tiempo, por la acumulación de experiencias, de un modo no deliberado, impelido por la costumbre y por el uso. A lo mejor cabe considerar así a los atrios de los templos de otro tiempo, los que acabaron convertidos en plazas o jardines públicos; por qué no ciertos miradores donde la vista se pierde en la lejanía puesta al alcance de la mano; ¿y qué tal los recovecos al doblar en una esquina, sitios “perdidos” en la geografía urbana encontrados al paso? Lugares públicos, de mayor o menor discreción, convertidos en escenario donde la pulsión de la vida sigue latiendo de forma paralela, o subterránea, o al margen de los requerimientos habituales.
Si bien la expresión “común” alude a una pertenencia colectiva, no todos los lugares comunes son para todos. Hay lugares comunes para colectivos específicos en atención a sus intereses, a sus alcances sensoriales, a sus afinidades, aunque ha de haber lugares comunes que trascienden esas limitaciones, por ejemplo el centro de la ciudad concebido a la usanza antigua, al que todo mundo debía acudir por razones comerciales o legales o religiosas. Otro ejemplo pueden serlo las competiciones masivas, nacionales o internacionales, o los megaconciertos. Pero en todos ellos campean intenciones, necesidades ineludibles y hasta la idea de las ocasiones únicas. Esto hace de ellos lugares comunes por un lapso, al cabo de cuya realización no queda más que una necesidad satisfecha o una experiencia consumada.
En Guanajuato el Jardín de la Unión es un lugar común idóneo. Alrededor de las 8:00 de la mañana propicia la clara sensación del tiempo morigerado, el ambiente de una ciudad pequeña. Con la luz del sol comenzando a filtrarse por entre los árboles, ilumina la fachada del templo de San Diego y las musas del Teatro Juárez. El frío húmedo de esa parte de la cañada acompaña los pasos apresurados de los trabajadores, sí, y también deja ver a los lugareños, algunos de los cuales vienen a sentarse unos minutos a dejar que su mirada retoce un poco. Más tarde, será el lugar de encuentro, a cuyo escenario confluyen unos y otros, quienes curiosean (entre bandadas de turistas) y quienes buscan encontrarse con alguien o son encontrados por quien no esperaban. Del mediodía en adelante es tomada para géneros diversos de actividades económicas, no reseñables.
Los restaurantes abiertos en partes de la sierra, en la carretera con rumbo a Dolores Hidalgo, también atraen a la gente y acaban siendo un lugar común. Se acude a esos lugares, sobre todo si cuentan con amplios ventanales, porque la percepción de la inmensidad nos es indispensable. En la misma sierra, en Santa Rosa, es un lugar común el Llano Largo y la ruta a la presa de Peralillo. La diferencia entre ambas experiencias es la distancia: en una se percibe lo magnitud de los bosques y en la otra se está dentro de esa magnitud. Como decía, los lugares comunes se sustentan en los alcances sensoriales de la gente, en sus afinidades.
Desde la perspectiva de esos dos ejemplos algo queda en claro: todas las ciudades cuentan con sus propios lugares comunes, y por tanto con sus colectivos específicos de adeptos. En Irapuato, el antiguo vivero, luego parque de convivencia hoy Irekua puede serlo, como tal vez lo fue el Dique de Arandas. A lo mejor el pequeño jardín ubicado frente al templo de Santiaguito, remanso discreto, a una cuadra del trajín urbano del centro. ¿Y qué decir del antiguo atrio de la actual catedral o el espacio abierto afuera del Convento, cerca de la Tercera Orden?
Los jardines principales suelen atraer la atención y volverse activos puntos de reunión, ya que además cuentan con kioscos, construidos justo para eso: para reunir a la gente. Allí están los jardines de Celaya y el de Salvatierra, este último formidable por su arbolado. La Alameda de Celaya y la de Querétaro, ¿qué tan lugares comunes llegan a ser? No es posible dejar de mencionar el jardín de Salamanca, al que llegaban los peregrinos que venían caminando de Irapuato en la Semana Santa. La ribera del río Lerma, en esa misma ciudad, era un lugar por demás común, como ha de serlo la orilla del la Laguna de Yuriria.
Las calles paralelas a la Avenida Madero, en Morelia, cuántos lugares comunes resguardan, de sabor añoso, entre muros de cantera, propios para el solaz, como el Jardín de las Rosas o los innumerables patios, y no pocos recodos junto a templos y edificios públicos, todos cargados de historia. Pátzcuaro es desde luego un lugar muy común, hecho de otros numerosos lugares comunes donde el tiempo que uno vive parece retraerse, y se retrae (siempre y cuando no sean horas de comercio y exceso de turismo). En realidad no puede redactarse una lista de lugares comunes de cada ciudad, así se precien algunos de conocer los auténticos o de conocerlos todos. La razón es bastante simple: son las personas quienes hacen comunes a los lugares, y cada persona se sabe integrante de un colectivo al que tal o cual lugar le parece común. Por ende, “mis lugares comunes son los míos y de mi gente, la gente con la que participo de ellos”.