Al grito de “¡Ya lloró la Virgen, ya lloró la Virgen!” la chiquillada se descolgaba de las calles aledañas y se formaban, vaso o jarro en mano, para beber la popular Agua de Cuaresma.
León era una ciudad aún más católica que ahora, con una cultura religiosa con dos raíces: la guanajuatense y la alteña. La Virgen de San Juan de los Lagos y la Virgen de la Luz, las dos patronas que representaban a ambas bases, ese viernes cedían su paso a otra advocación: la Santísima Virgen María de los Dolores. La mater dolorosa, que lloraba lágrimas de sabor jamaica con plátano, naranja y otros frutos.
Así era dendenantes
A principios del siglo XX, el Viernes de Dolores en León era una solemnidad y su principal centro de adoración era el barrio de San Miguel, antiguo pueblo de indios que estaba al sur de la ciudad.
La gente se levantaba desde temprano para caminar por la calle San Miguel, hoy Independencia.
Las señoras de las familias adineradas vestían con color morado y los caballeros lucían la mayor elegancia posible y trepaban al tranvía de mulitas de la línea “Centro – Estación” que los acercaría al pueblo de San Miguel.
Era de rigor visitar “La Sensitiva”, local ubicado al lado de la tienda del mismo nombre, en la calle de San Miguel, en la que el dueño reproducía la última etapa de la vida de Cristo mediante pasajes representados. Utilizaba figuras de cera y pasta trabajadas con arte y creatividad.
Pero eso no era todo. Grandes mantas con paisajes cuidadosamente pintados para ilustrar pasajes de la vida del redentor eran colocadas sobre tablones de madera: “La entrada del Maestro a Jerusalén” sobre su humilde montura; “La última cena” con figuras talladas en madera. “La oración del Huerto” y “Poncio Pilatos lavándose las manos”, frente a un Cristo ya coronado de espinas. Por último, “El calvario”.
Una colaboración para los gastos de la obra y la devoción se convertía en paseo y alimentar al cuerpo tras alimentar al espíritu: lechugas con limón y chile, la nieve de bote y aguas frescas de chía, limón, jamaica y cebada. Remataban con los postres de cuaresma: torrejas y capirotada.
Y aluego fue así
Llegaría la inundación de 1926 y con ello el reacomodo poblacional. Muchas casas de adobe cayeron y poco a poco la ciudad fue alcanzando a sus localidades aledañas: San Miguel, La Garita, El Coecillo, La Brisa y otros.
El tranvía de mulitas cedió su paso a los autobuses. La ciudad pasó de ser rebocera a hacerse zapatera y los barrios se llenaron de picas (talleres de calzado) y peleterías. La escuela comenzó a ser compartida con ser “zorrita” (ayudante de zapatero).
Con los cuarenta llegó el pavimento y los ricos dejarían al Barrio Arriba como centro curtidor para irse, junto con los de San Juan de Dios, a León Moderno y luego a La Arbide y Jardines del Moral. El centro de la ciudad se quedó para el comercio y vecindades.
La broza habitaba en Bellavista, Chapalita, la Industrial. Iban surgiendo San Agustín y La Michoacán y más tarde llegarían los fraccionamientos de Infonavit: Las Arboledas, Los Limones, Lomas de la Trinidad.
La ciudad vivió una matanza y se convirtió en subsede olímpica y sede secundaria de un mundial de fútbol.
Pululaban los altares con la foto o la figura de esa madre llorosa, rodeada de flores y papel picado, sobre la mesita o los cajones. Estaba en los templos y en muchas casas.
El “¡persígnese, chamaco baboso!” era parte del ritual previo para ser merecedor, en algunos casos, hasta de un plato con capirotada. Era, además, día de luto: “¡apaga el radio, muchacho, que se va a enojar la Virgen!”.
Era esa ciudad pequeña que siempre se creía gigante y por eso confundía lo grandote con lo grandioso, donde los festejos a la Virgen de la Luz, en junio, y las serenatas del 12 de diciembre a la Guadalupana (los inditos que se dejaban para el 12 de enero) eran parte de los rituales marianos.
El otro ritual de fe a partir de la veneración a la Madre del Creador era ese Viernes de Dolores, de aguas frescas y paletas de limón. De chiquillos andrajosos con ocho, diez, doce hermanos, de los que en su mayor parte desertaban de la primaria en cuanto aprendían a leer, escribir y “hacer cuentas”; esa chiquillada iba de casa en casa, de calle en calle, de colonia en colonia, por esos pedregales de Dios, en busca del grito que los haría mear profusamente horas más tarde: “¡Ya lloró la virgen, ya lloró la virgen!”.