viernes, noviembre 22, 2024
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VERANO, ESTACIÓN INIGUALABLE DE GUANAJUATO

Desde cualquier atalaya, cumbre o punto de vista en el tiempo, la primavera le hace a Guanajuato capital flacos favores. Su señorío se vuelve borroso: tal cantidad de calor hace de la urbe añosa una fatigante andanza, conduce de inmediato a la espera de mejores tiempos, a la espera de una circunstancia atmosférica más propicia. Lo más probable es que no haya habido en los siglos previos elevaciones de temperatura como las actuales, lo que vuelve inimaginable la figuración de nativos y residentes agobiados y sudorosos. El paisaje muestra un rostro ceniciento, seco, demasiado seco; los troncos causan grima con su color pardo que parece estar resquebrajándose mientras sus frondas se dejan ver como si estuvieran en trance de derretirse. La sombra parece no existir, los recovecos en las laderas exhalan un aroma infecto, los arroyos sin agua son un recuerdo sin remedio. La luz cae con desmesura y cualquier destello de lumbre incendia como yesca los alrededores. Las alertas se multiplican: escasea el agua, así como se multiplican las imágenes de las presas en desahucio sin el preciado líquido.

Es imposible no echar la mirada atrás, a aquellas épocas en que lo característico de la ciudad de minas era la humedad y un frío constante que le otorgaban un rasgo distintivo. La cañada era el cauce por donde discurría el agua captada por el sistema montañoso, agua en abundancia con la que se completaba el proceso de depuración mineral; agua domeñada, rendida entre los callejones por donde impetuosa desciende, sometida por muros, diques, calles, avenidas, tuberías. Dicen que los actuales cerros pelones rebosaban vegetación de bosque, tal como puede aún apreciarse en las cercanías de Santa Rosa, donde los encinos exhibían su pujanza, los madroños, las comunidades de vegetales. El cielo hacía ostensible su formidable matiz azul, inigualable en kilómetros a la redonda, irreconocible bajo el tufo ardiente de la primavera. Todo lo que en Guanajuato es de por sí verde se marchita, adquiere el tono del descuido, de la muerte lenta.

Algarabía de verdores, el verano en Guanajuato

Así como hay voces que refieren la tremenda sequía ocurrida en los años ochenta, otras no dejan de señalar lo que se ha ido para no volver: la lluvia continua a lo largo del año, la niebla deambulando por las plazas y los callejones del centro, los murmullos de la llovizna que de pronto se vuelven lluvia de tambores y otras veces pertinaz bisbiseo, la frescura casi fría que emanaba de los ríos aún existentes en esta o en aquella zona, la pertinencia en los roperos de las chamarras abrigadoras. Caminar por Jardín de la Unión bajo la lluvia, mirar cómo reverdece el Florencio Antillón, suponer que la Presa de la Olla está alcanzando su nivel óptimo de acumulación de agua, imaginar esperanzados que la Presa de la Esperanza captará suficiente provisión acuosa, anhelar una andanza morigerada por Llano Largo y Peralillo mientras se lanza lejos la mirada, son actos que forman parte de los hábitos de quienes residen en Guanajuato. Por eso el verano, sobre todo durante el mes que va de julio a agosto, llega a convertirse en la más promisoria de las estaciones: acabará con el calor y la sequía, augurará la intensidad del frío invernal.

El ritmo de la vida con el verano comienza a ser otro, más pausado menos apremiante, a pesar de los deberes cotidianos y en el desahogo concedido por las vacaciones. Algo se anuncia bajo los mantos de la lluvia, algo que tiene la forma de una promesa: la calvicie de los cerros se tiñe de un verdor peculiar, los pirules activan su savia y como si alzaran la mano destacan en el panorama, las peñas dinamitadas para abrir caminos se muestran como barnizadas por el agua que no se filtró y ahora resbala a paso lento, la vegetación a ambos lados en las carreteras de acceso y salida de la ciudad refresca la marcha veloz y brinda descanso a la vista, los volúmenes de las montañas adquieren consistencia y dan la impresión de estar más cerca y de ser más altos, la luz del día es un baño de transparencia mientras las nubes pueblan el techo citadino, el cielo comienza a recuperar su particular azulamiento, ese que tanto celebraba la pintora Olga Costa y que los fotógrafos de Guanajuato ensalzan con ahínco. Este lapso del verano pareciera ser un recuerdo viviente de lo que fuera en otro tiempo una presencia casi permanente.

Todos en la ciudad somos jóvenes con memoria incipiente que no recordamos sino el verano más próximo que llegamos a conocer. Basta una charla con algún coterráneo para darnos cuenta de lo que no experimentamos, del otro año de lluvia mejor que el de 1991, del desbordamiento de la Presa de la Olla que volvió a inundar calles céntricas, del olor característico producido por la humedad encerrada en gruesas paredes de los inmuebles situados en las orillas de la Subterránea como el Mesón de San Antonio, de las tardes gozosas en curiosas sillas cuando fue inaugurado el Café Dadá en el patio de una casona de la Calle Cantarranas, de la especial sensación de dejar tras de sí la última nota del concierto en el Teatro Principal y topar con la lluvia nocturna, de la estrechez tan sugerente de las banquetas guanajuatenses propias para el galanteo bajo la lluvia y el guarecerse debajo de algún alero. En Guanajuato hay para cada ocasión un relato de algo así ocurrido antes en el tiempo, el relato que se vuelve autoridad por ese motivo. Y el nuestro será también parte de ese encadenamiento. Lo importante sin embargo es tomar este aliento veraniego e irrigar con él los brotes en la memoria, renovar las pulsiones del gozo, estrechar las ansias de placer tan propio.

El verano, estación promisoria en los sitios conocidos

Esta ciudad por lo tanto no es la misma a lo largo del año. Acicateada por la primavera se abre con la llegada del verano al periplo de celebraciones que acompasarán los meses siguientes el itinerario vital de quienes la pueblan. Y no hay nadie a salvo de esta travesía, bien sea porque la padezca bien sea porque la protagoniza. Más en específico, el segundo mes del verano marca en el reloj de Guanajuato una incisión que, a causa de sus efectos, no puede excluirse de la memoria. En este sentido, es probable que el Día de la Cueva, allá en la cumbre donde Los Picachos y La Bufa señorean, constituya el punto culminante, el inicio de la meseta temporal en que este antiguo mineral recobra su señorío de la mano del vigor de las estaciones.

Jorge Olmos Fuentes
Jorge Olmos Fuentes
(Irapuato, Gto. 1963) Movido por conocer los afanes de las personas, se adentra en las pulsiones de su vivir a través de la expresión literaria, la formulación de preguntas, el impulso de la curiosidad, la admisión de lo que el azar añade al flujo de los días. Cada persona implica un límite traspuesto, cada vida trae consigo el esfuerzo consumado y un algo que debió dejarse en el camino. Ponerlas a descubierto es el propósito, donde quiera que la ocasión posibilite el encuentro. De ahí la necesidad de andar las calles, de reflexionar en voz alta para la radio, de condensar en el texto la amplitud vivencial.
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