A 40 años de su partida, Jorge Ibargüengoitia ve pasar a un Guanajuato que sigue siendo Cuévano.
El día de la Apertura de la Presa, paseantes y fuerzas vivas pasaron a su lado, con gran indiferencia; sus ojos ni siquiera voltearon hacia él. Pero desde la bala de un cañón liberal, las cenizas del ironista que nació y vivió su niñez en el Paseo de los Tepozanes, contemplan con agudeza a los que siguen siendo cuevanenses y que transitan por el Parque del general Tarragona, su bisabuelo.
La “tumba” de Jorge Ibargüengoitia ahí está, ahí está viendo pasar el tiempo. Y no pasa por el pasillo central del parque un travesti perdido, sino Rubí Araujo y sus huestes que lucen vestidos de luces; tampoco pasa un guardia pendenciero, sino que transitan panzones policías municipales; eso sí, hay tránsito de pelos colorados de señoras setenteras (de setenta años, no de los setentas). No fue día de rockeros insurgentes, pero sí de modernos complacientes y de poetas y colgados.
Los aires eran de brisa de una presa con agua que huele a lodo estancado. Ahí está con su base colorada y los azulejos de Capelo:
“Aquí descansa Jorge Ibargüengoitia, en el parque de su bisabuelo, que luchó contra los franceses”.
De regreso al terruño
Cuévano fue creado por Jorge (Jorge Ibargüengoitia, igualado) para hacer de Guanajuato un amoroso escarnio. El mote estuvo tan bien puesto que los cuevanenses lo hicieron suyo.
En 1977 regresó al terruño, para reposar a unos metros delante de la casa de los Villaseñor que antes fue de los Ibargüengoitia y los Antillón. La ciudad donde dejó el ombligo olvidaba (o hacía como que olvidaba) los agravios de la sorna y lo trajeron pa’cá.
Fue voluntad de su viuda, Joy Laville. El periodista José Argueta Acevedo, así lo narra en un texto publicado en su momento en el semanario Milenio y luego en el libro Ibargüengotia a contrarreloj:
Todo esto de llevar los restos del famoso guanajuatense a su tierra empezó hace tres o cuatro meses, en la sobremesa de una comida en la casa de Nadia Piamonte, en Cuernavaca. Laville externó su inquietud sobre la suerte que correrían las cenizas de Ibargüengoitia cuando ella muriese, pues resulta que desde 1983 —cuando Avianca, la línea aérea colombiana de la tragedia, se las entregó no en una urna, sino en una botella desechable— las conservaba en su casa. Presente en la reunión, el diputado federal del distrito guanajuateño, Francisco Arroyo Vieyra, propuso el traslado a Guanajuato y Joy aceptó.
Capelo hizo la base para el epígrafe que era una patraña, pues el bisabuelo llegó a Puebla un día después de la batalla del 5 de mayo. El chiste es que una treintena de personas estuvo en la ceremonia, con algunos contemporáneos del escritor. La cuevanense en la que se inspiró Jorge (Jorge Ibargüengoitia, igualado) para el personaje de Gloria Revirado no estuvo presente, pese a que regresó a vivir a la ciudad, y señalaba el periodista que la inspiradora de Sarita se comprometió a llevarle flores a esa tumba donde, afirman los mordaces, sólo están las cenizas y los restos de un zapato chamuscado.
El presidente municipal era Luis Felipe Luna Obregón y leyó su mensaje; los periodistas Shaday Larios (nieta de un conservador político, como los ironizados por Ibar) y Arturo Miranda Montero.
El padre Fonseca, prosigue Argueta en su texto, dijo una oración fúnebre y reconoció que nunca había leído al homenajeado. Escribió el cronista: “Es todo, me tengo que ir porque tengo otra movida”, dice que dijo el clérigo mientras se frotaba las manos. Jorge no era ateo (aunque en el pueblo lo acusaban de serlo), pero tampoco era de ceremoniales religiosos.
Libaron tequila (en contra del Bando de Policía).
Periodistas como Carlos Olvera —chilango que se ha convertido en hijo putativo de Cuévano— y el mismo José Argueta Acevedo, e integrantes de la comunidad intelectual, política como Francisco Arroyo Vieyra y Eugenio Trueba Olivares, le dieron el valor que merece y pugnaron por trasladar lo que se consideraba restos del escritor, a su natal Guanajuato.
Colocaron en una bala de cañón lo que las autoridades españolas y los directivos de la línea aérea dijeron que eran los restos del escritor y lo enterraron junto a uno de los pasillos del parque del general Tarragona, perdón, Florencio Antillón.
Sin mayores aspavientos, le colocaron encima, a manera de lápida, una placa hecha con cerámica, obra del afamado ceramista local Javier Hernández “Capelo”, con la leyenda ya citada.
Cuenta el periodista Carlos Olvera que el catedrático y escritor cuevanense Eugenio Trueba Olivares, momentos antes de la ceremonia, tropezó y cayó de bruces. En el percance sufrió una herida en la nariz, pues no alcanzó a meter las manos. Para los presentes fue otra ironía:
Se decía que Trueba —gloria intelectual local, ex rector de la Universidad, impulsor de los Entremeses Cervantinos, director del Teatro Universitario y escritor de novelas, cuento, poesía y ensayo—, era uno de los personajes ibargüengoitianos en Estas ruinas que ves, el rector Sebastián Montaño. Otros sostenían que no, que era Armando Olivares —primer rector de cuando El Colegio de Estado pasó a ser Universidad—, otros más afirmaban que era Antonio Torres Gómez. Isauro Rionda aseveraba que era los tres, “con un cachito de cada uno”. Los presentes tomaron al tropezón como una travesura desde el más allá.
Ese jardín fue escenario de los juegos infantiles del escritor, pero con el tiempo se convirtió en el refugio de parejas cachondas y fumadores de mota (lo que habría escrito Jorge (Jorge Ibargüengoitia, igualado).
El escritor Armando Fuentes Aguirre “Catón” publicó en 2011 en el periódico Vanguardia:
Y veo frente a mí un monumento pequeñito que llama mi atención. Es una lápida, una inscripción tan sólo, hecha en mosaico (…). No puedo evitar una sonrisa. Ignoro si el epitafio lo hizo para sí mismo ese famoso escritor guanajuatense. Parece texto suyo, pues Ibargüengoitia era dado a las cosas del humor, y en esa frase hay algo de humorístico.
Nada se dice del hombre que ahí yace, se dice, pero que no yace ahí; no se menciona su calidad de literato ni se ponen, como es costumbre, las fechas de su nacimiento y de su muerte. Se alude más al bisabuelo que al bisnieto. Parece broma o travesura esta curiosa lápida.
El parque fue rehabilitado en 2013 con el propósito de dignificar la “tumba”, que ya había sido vandalizada, en el contexto de la conmemoración de los treinta años de la muerte del ironista. Participaron las nuevas fuerzas vivas del gobierno y soltaron su discurso para inaugurar una reparación del piso, jardineras nuevas, vallas perimetrales, una mano de gato al porfiriano kiosko y tener una “tumba” más limpia y vistosa y repintada.
La “tumba” volvió a quedar en el olvido y el abandono.
En la reciente ceremonia de apertura de la Presa de los Tepozanes (la Olla, pues) en este 2023, la masa y las autoridades pasaron de largo. Sólo quien esto escribe se quedó a honrar esa memoria. Eso sí, no me persigné, pues mi ateísmo me lo prohíbe.