A la vera de un camino serrano, emerge
un pueblo minero de ancestral riqueza
Muchos de los antiguos minerales que rodean a Guanajuato se caracterizan por su entorno agreste, desolado y más bien seco, aunque eso no quiere decir que estén exentos de belleza. Sin embargo, hay notables excepciones, a las que sí cubre un manto de vegetación intensamente verde. Una de ellas es el Monte de San Nicolás, comunidad semi oculta entre la espesura de la Sierra de Santa Rosa, aunque realmente se localice al límite de la misma.
Y es que al Monte —como lo nombran simplemente lugareños, senderistas y jornaleros— se puede acceder desde el cercano mineral de Santa Rosa, ubicado montaña arriba, o bien desde el camino que, saliendo de Guanajuato por el barrio de Pastita, bordea el arroyo de Las Palomas, llega al mineral de Peñafiel, pasa junto a la presa de Mata y se adentra en la ruta minera de la sierra que inmortalizó José Alfredo en una famosa melodía.
En el Monte de San Nicolás todavía el adobe de muchas viviendas se funde con la tierra, aunque otras han sido remozadas y modernizadas, pero sin perder su armonía con el paisaje. Adornan este sitio gruesos muros, colores vivos, sendas del rojizo color del barro y arroyos de aguas frías y cristalinas, en los que flotan hojas de encinos y reluce el tono naranja de las diminutas boyas que son los tejocotes, dulces frutos de temporada que dan sabor a los ponches decembrinos.
A la plaza principal del poblado la protegen los paraguas de enormes árboles, y allí junto, se alza la iglesia. Ese templo, restaurado hace poco, recibe a fieles (y a los no tanto) con la luminosidad que le dan sus ventanales a la nave central, la cual refulge de blanco con filigranas y detalles preciosistas, en bello contraste con la oscura madera del portón, el púlpito, las bancas, los confesionarios y el barandal del coro.
En los alrededores, igual se puede andar por vetustos puentes de piedra que por otros, más modernos y también más simples, de concreto. Y en todos lados, el rumor del agua, sea cayendo en pequeñas cascadas, corriendo por los lechos de los arroyos o mecida por el viento en un par de pequeñas represas, mudos testimonios de la atávica labor minera.
Están además las ruinas e instalaciones de la mina “El Amparo”. Muros que formaban parte de lo que fueron bodegas, oficinas o almacenes aún se elevan, pegados a la montaña. Muy viejas construcciones son vestigios de la antigua riqueza de este lugar. El tiro, a un lado del camino, se hunde en la tierra a profundidades desconocidas, rodeado de una malla para evitar desgracias a los imprudentes, que nunca faltan.
También hay restos más recientes de la maquinaria utilizada en la explotación de la veta madre argentífera y aurífera que —dicen los que saben— culebrea bajo tierra hasta la comarca de San Luis Potosí, filón tan productivo que todavía forma pepitas de oro que, con suerte, pueden encontrarse en el río que desciende hasta llenar la presa de Mata.
Por sobre todo, flota en el ambiente un ritmo de vida pausado, propicio para disfrutar cada momento de la existencia, entre el silencio apenas interrumpido, muy de vez en cuando, por el motor de un vehículo, las risas de la chiquillada que juega en la plaza o la música ocasional que escucha un grupo de adolescentes, quienes sueñan con aventuras más allá de las colinas arboladas que envuelven a su hermoso pueblo: el Monte de San Nicolás.