viernes, septiembre 20, 2024
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UNA OFRENDA PARA LOS MUERTOS

Dice la antropóloga Sonia Iglesias y Cabrera que por ser México un país que alberga una vasta variedad de grupos étnicos y culturales, la celebración de Día de Muertos deja de ser una manifestación cultural homogénea para convertirse en un prisma de facetas que se circunscriben a pueblos, grupos sociales e incluso a la particularidad de cada hogar.

De esa forma, y a pesar de la incursión de modas, costumbres e ideologías extranjeras que se hacen presentes en estas fechas en que se celebra la vida de quienes han muerto, los altares de muertos son una constante en prácticamente todos los rincones del país, y lo mismo se montan en las casas más pudientes que en los hogares más humildes.

La festividad de Muertos comprende varios días. Según la creencia popular, el día 1 de noviembre se dedica a los “muertos chiquitos”, es decir, a todos aquellos que murieron en la infancia. El día 2 corresponde a los “muertos grandes”, o sea a los adultos. Y a cada quien se le ofrenda lo que más quiso, lo que más le gustó o lo que más disfrutó en vida.

José Guadalupe Posada y Alberto Beltrán crearon magníficos grabados para ilustrar las ofrendas de Día de Muertos en México.

Iglesias y Cabrera es investigadora y amante de la cultura popular nacida en los pueblos, comunidades y barrios de la geografía nacional. En su libro La celebración de muertos en México advierte, sin embargo, que en algunas regiones la fiesta empieza el 28 de octubre, fecha consagrada a todos aquellos que hallaron la muerte por algún accidente.

Luego, el 30, son bienvenidas las almas de los “limbos”, niños que murieron sin haber sido bautizados. La constante en todos los casos es que, antes de los días de celebración, los artesanos apuran la producción de artículos relativos al festejo, lo mismo que los campesinos, quienes preparan productos agrícolas para consumo propio y para la venta.

Otra constante observada por Sonia Iglesias es que con varios días de anticipación, los familiares de los difuntos acuden a los panteones con el propósito de arreglar las tumbas. Las limpian, las pintan, les colocan flores y velas, y les hacen reparaciones en general. Al mismo tiempo, en casa se monta la ofrenda en la que el muerto habrá de comer y beber.

Las ofrendas incluyen alimentos y bebidas, flores y velas, fotografías y algunos objetos del difunto, que él usó o que simplemente le gustaban. Los espíritus se nutren del olor, del aroma, de la esencia de los alimentos que ahí se depositan. Y hay quien jura que el vaso de pulque amanece a medias y el pollo del mole pellizcado y ya sin sus tortillas.

Cada ofrenda se coloca, en la mayoría de los casos, en la mesa de uso diario de la familia. Primero se cubre con algún mantel previamente lavado y planchado, si ya se tiene, o una carpeta bordada previamente confeccionada para la ocasión. Papel de china u hojas de plátano, según la costumbre regional sirve para decorar la ofrenda, señala la antropóloga.

Encima se pone la comida y la bebida que más le gustaba al difunto, acompañada de frutas, calaveritas de azúcar, amaranto o chocolate, cirios, panes, cigarros si es que fumaba, sal, su retrato y un vaso con agua. Además, si al entrañable muerto le gustaba, se coloca un vaso de pulque, una cerveza, o una botella de ron, aguardiente o lo que tomaba.

El agua es muy importante porque, según la creencia, el ánima llega a su hogar cansada y sedienta por el largo y penoso camino que acaba de recorrer. Esta idea, que está esparcida por toda la República Mexicana, es muy antigua y se remonta a la Época Prehispánica, cuando se pensaba que cuando la gente moría debía emprender su viaje hacia el más allá.

El sincretismo del Altar de Muertos contiene una riqueza simbólica sin parangón.

Las ceras, cirios y veladoras en la ofrenda sirven como guías para que las almas puedan llegar a sus antiguos hogares, al tiempo que les iluminan el espacio mientras permanecen ahí y les alumbra el camino de regreso; el copal o sahumerio sirve para purificar las habitaciones, especialmente la que se usa para colocar la ofrenda. Eso gusta a las almas.

Las imágenes religiosas simbolizan la paz del hogar y la firme aceptación de compartir los alimentos; la fruta que se acostumbra colocar, como la manzana, simboliza la amabilidad; la calabaza en tacha, las buenas relaciones sociales; se coloca pan como alimento sagrado y agua como símbolo de la pureza del alma.

La sal no puede faltar. Es el elemento de purificación y sirve para que el cuerpo no se corrompa en su viaje de ida y vuelta para el siguiente año, mientras que el copal y el incienso subliman la oración y la alabanza con su fragancia de reverencia. Se usa para limpiar al lugar de los malos espíritus y, así, el alma pueda entrar sin ningún peligro.

Las ofrendas como se conocen hoy en día, son producto del sincretismo surgido al mezclarse las culturas indígenas del México prehispánico y la europea. El viejo mundo aportó flores, ceras, velas y veladoras y los indígenas el sahumerio con su copal, la comida que incluye mole y otros platillos, así como la aromática y colorida flor de cempasúchil.

Para que las almas no se pierdan en el camino y puedan llegar a tiempo al hogar, se hace un caminito con flores de cempasúchil, la flor funeraria por excelencia, que va desde la entrada de la casa hasta el altar. Pero las ánimas no llegan por sí mismas, para que lo hagan es necesario que se les rece, se queme copal y se les digan palabras bonitas.

Juan Carlos Castellanos
Juan Carlos Castellanos
Juan Carlos Castellanos C., es periodista con más de 40 años de experiencia en temas culturales. Entre otros muchos, ha merecido el Premio Internacional de Periodismo “Ludwig Von Mises” de las Naciones Unidas y su labor como reportero ha sido antologada en diversos libros y revistas.
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