Arcos y pasadizos ornamentan y enlazan
calles y callejones de Guanajuato capital
Algunos comunican inmuebles de un lado a otro en un callejón, otros parecen haberse colocado sólo como mero adorno; unos pocos indicaban, en tiempos ya idos, accesos a ciertas zonas, y también están los que sirvieron como base para acueductos o sostener macizos puentes. Todos —o casi todos— son restos y signos de identidad de la antigua ciudad.
La gran mayoría de las viejas poblaciones mineras (Zacatecas, Taxco, Pachuca, etc.), con una que otra excepción, fueron construidas al amparo de escabrosas montañas, sobre cuencas de ríos y arroyos, a lo largo y ancho de empinadas cuestas. Esas condiciones geográficas originaron una traza urbana singular, muchas veces caótica, que obligó a sus constructores a ingeniárselas para salvar barrancas y corrientes de agua o adecuarse a terrenos irregulares.
Al paso de los años, el ímpetu modernizador acabó con la mayoría de esas obras, obsoletas para un mundo apresurado, que se traslada a bordo de automóviles. Sin embargo, hubo sitios que preservaron recuerdos del pasado, huellas de otras épocas. Entre ellos, se encuentra Guanajuato, cuya extensión virreinal fue tal que, pese al empeño renovador, conservó, hasta el presente, la mayor parte de su aspecto.
Quedaron entonces creaciones arquitectónicas peculiares, detalles llamativos en forma de arco delicado o maciza bóveda y angostos pasillos cubiertos. Uno de ellos se puede avistar apenas se deja atrás esa torre cilíndrica llamada Noria Alta. A la izquierda, sobre una cañada y entre matorrales, se levanta un esbelto arco, restos del acueducto que conducía a la hacienda de beneficio de Rocha el agua necesaria para procesar las piedras minerales que ocultaban la riqueza argentífera.
Centenas de metros más adelante, pasados Los Pastitos, a la derecha está un pequeño arco, este moderno, de ladrillo, que a partir de la “Plaza de Las Ranas” se constituye en la entrada a los callejones de Atarjea y San Cayetano, el cual fue edificado como obra complementaria cuando se urbanizó toda esa área.
Muy cerca, a un lado del Templo de Pardo, sube el callejón del mismo nombre, que en su primer tramo origina varios más, entre ellos el Transversal de Pardo y otro, muy corto, que esconde la capilla de la Virgen del Refugio. Junto a ese pequeño templo, hay un pasaje cubierto entre estos dos últimos callejones, que siempre está a medio construir.
Hacia el otro lado, por el rumbo de Tepetapa, se desprende el transitado Callejón de Tamazuca. En el tramo inicial de ese ancho camino, la primera salida a la izquierda es, literalmente, un pequeño túnel que da nombre a la ruta: El Arquito, que va a Barrio Alto y el Huamúchil, en un enredijo de senderos donde cualquiera puede perderse. Muy cerca de allí, se encuentra el Callejón del Mandato, que reconecta con la calle principal y donde, desde hace algunos años, algún particular influyente se agandalló el Transversal que llevaba al Navío y que igualmente lucía un tramo cubierto.
La otra entrada a la ciudad también posee un elegante arco, mismo que cruza entre las ex haciendas de San Javier y San Matías, justamente a un lado de la minúscula Ermita de San Martín. Luego, a lo largo de la Calle Alhóndiga, particularmente después de los Dos Ríos, un arquito marca la entrada al Callejón del Muerto, y varios más de anchos muros son restos de lo que fue la enorme hacienda de Carrica.
Dos rutas vitales, una vehicular y otra peatonal, son referentes de la ciudad. Junto al Cinco de Mayo, el Pasaje Manuel Leal se ha convertido en importantísimo acceso vial de la avenida Juárez a la Calle Alhóndiga, al grado de que, cuando se bloquea el tránsito por alguna razón, el tráfico citadino se desquicia. En tanto, el pasaje Alexander von Humboldt, también llamado “de los arcos”, es uno de los sitios más fotografiados, por constituir un bello escenario en el mismísimo Centro Histórico.
Hacia el rumbo de Cata, casi al llegar al mineral del mismo nombre, la calle pasa por lo que fue un añejo acueducto, y más adelante, debajo de lo que era un puente por donde se asentaba el camino que descendía desde Valenciana y llegaba hasta la mina de Rayas. Por allí transitaba, todavía en los años 1980, el trenecito de la cooperativa minera, con sus vagones llenos de la apreciada carga mineral.
En el centro de la ciudad causa admiración a los turistas el pequeño conducto que tiene el estrambótico nombre de Salto del Mono, imperdible paso para las estudiantinas durante las ruidosas callejoneadas. Menos famoso, pero de singular belleza por su cascada de brillantes bugambilias, es el arco que atraviesa en diagonal el Callejón de Tanganitos, muy cerca de la Plazuela de Mexiamora. Más arriba, la entrada de la Bajada del Tecolote es como una imagen vigente del pasado, aun y cuando sobre sus piedras circulen todo tipo de transportes modernos.
Las estructuras de este tipo no se limitan al Centro Histórico. Marfil, por ejemplo, presenta varios arcos y túneles entre las haciendas que bordean el Centro Histórico, si bien sólo pueden apreciarse al nivel del río. No obstante, hay obras modernas que repiten el patrón constructivo: en uno de los ramales del Callejón de San Ignacio, que lleva de la calle principal al camino de la vía, dos conductos, uno recto y otro curvo, sirven de conexión a sendos inmuebles.
Por último, Pastita ofrece el encanto del viejo acueducto que llevaba agua a la hacienda del barrio. Sus arcos amplios y robustos al cruzar el río, se vuelven estrechos y frágiles sobre la calle, para finalizar en el interior de una vivienda. Y al fondo de la vía, se ubica la entrada a la ex hacienda de Guadalupe, donde los pintores y esposos Olga Costa y José Chávez Morado encontraron el marco ideal para su labor creativa y su vida en común, pues sus cenizas dieron vida a sendas plantas de siempreviva que ahora adornan el museo que constituye su legado.