viernes, noviembre 22, 2024
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EL RINCÓN DE LA CANTINA I

Espacios de convivencia lubricada con 

alcohol que resisten la posmodernidad

Tanto Agustín Lara como José Alfredo las conocían muy bien. Muchas de sus melodías las inspiraron esos ambientes generalmente alegres y algunas veces sórdidos, pero siempre impregnados de emoción, propicios a tensa o relajada convivencia, según el caso; sitios de eterna fraternidad etílica.

Las buenas conciencias dirán que son lugares de perdición, los abstemios las critican con acritud y abogan por su desaparición, las madres imploran por que sus hijos las eviten. No obstante, las cantinas sobreviven, pese a la modernidad que las repele. La cerveza y el licor se vuelven allí carburante de conversación que motivan la risa, la anécdota y la camaradería, aunque también pueden dar ocasión al chismerío o al pleito.

Aclaro: las cantinas, no los bares. Existe una diferencia sutil, pero determinante. Catalogadas como expendios de bebidas alcohólicas de barriada, que incluso rozan la frontera lumpen, en la ciudad de Guanajuato desaparecen paulatinamente, arrasadas por la marea turístico-estudiantil que crea antros en serie.

La Perla se ubicaba junto al callejón Los Imposibles.

Quedan pocas de las cantinas tradicionales de la ciudad. Y sin embargo, aunque negocios en riesgo de extinción, se sobreponen y reciben entre sus muros a los nostálgicos, a los sufrientes amorosos, a los grandes amigos, a los vecinos o a las tribus juveniles. Unas se han adaptado con éxito a los nuevos tiempos y otras son la sombra de un pasado, si no glorioso, al menos pintoresco, pero todas forman parte del paisaje urbano… y humano. 

¿Cuántas quedan? Mencionar una cifra sería esparcir un dato frío y sin contenido. Hay que visitarlas, tratar de aprehender su esencia, su simbolismo; olerlas, sentirlas, conocerlas.

Y vengo aquí nomás a recordar…

Pastita alojaba las cantinas situadas más al este de la mancha urbana. Y digo alojaba porque, estrictamente hablando, solo queda una: La Selva, misma que revivió de sus cenizas como Ave Fénix y, después de un tiempo en el olvido, resurgió para adoptar un concepto renovado que será tema de un futuro escrito, pues las líneas de hoy están dedicadas al recuerdo de la que fue su cercana vecina, La Perla, cuyo local aún existe, casi al inicio de la calle, junto a un callejón de nombre insólito, Los Imposibles, pero convertido en bar modernista del que surgen notas electrónicas, de reguetón o pop.

La inconclusa y rústica pintura que se dedicó a los cuatro grandes de la canción ranchera.

La original Perla era, igual que el actual bar, pequeña en espacio. Existió al menos por ocho décadas y fue administrada durante muchos años por el legendario Don Chuta. A la muerte del conocido personaje, atravesó tiempos difíciles y vino a menos, pero supo levantarse y se mantuvo como remanso para la tertulia de los peloteros.

Efectivamente, dada su cercanía al parque de beisbol que conocemos como “San Jerónimo” (así su nombre oficial sea José Aguilar y Maya), recibía cada semana a jugadores de los diversos equipos que competían en los torneos del “rey de los deportes”, así como a sus familiares. Además, entre semana no faltaba el caminante del vecindario que hacía un alto en su andar para allí saciar su sed.

El beisbol y La Guadalupana tenían un sitio preferencial

Los muros del local mostraban coloridos murales y pinturas: Callejón del Beso, túnel Ponciano Aguilar y otro, más grande, en el que dos querubines bebían y bromeaban en amena convivencia. Además, en un nicho se alzaba la imagen de la Virgen de Guadalupe, a la que muchísimos mexicanos, bebedores o no, encomiendan su existencia.

También, sobre el rústico muro mayor, el entonces administrador y pintor aficionado, Eduardo Arredondo, había plasmado un dibujo a lápiz con los rostros de los cuatro grandes de la canción ranchera: Jorge Negrete, Pedro Infante, Javier Solís y, por supuesto, José Alfredo Jiménez. 

La amabilidad del cantinero compensaba la austeridad del sitio, en el que, según decía el velador, no faltaba tampoco el fantasma travieso, mismo que en cierta ocasión tiró al suelo una de las botellas de la barra. Quizás también deseaba un trago, para ahogar las penas del más allá, y no pudo controlar su eterna ansiedad.

La sencilla barra sí fue conservada.

Para quienes deseaban acompañar su estadía con música, existía una sinfonola lista para tocar diversas melodías, fueran los sentimentales boleros, las bravías piezas vernáculas, alguna balada o sones tropicales. 

En resumen, La Perla era un lugar donde, una vez dentro, la vida avanzaba despacio, se meditaba sin sobresaltos y podía degustarse una cerveza, refresco o cualquier otra bebida con la calma de tiempos ya idos. Sin embargo, algo pasó poco antes de la pandemia de 2020. ¿Dejó de ser negocio?  ¿Se aburrió el propietario? ¿Cambio de dueño? Misterio. 

Lo que sí sabemos es que, un día, el cartel de cantina fue sustituido por otro que mantenía el nombre, pero ahora con un remate: “La casa del Hip-Hop”. Al cruzar la puerta de madera, el interior deslumbraba con muros pintados de tonos brillantes e intensos. Lámparas especiales creaban una penumbra púrpura fluorescente y el decorado cambió de forma radical: desaparecieron cuadros y murales y en su lugar aparecieron imágenes psicodélicas y creaciones cercanas al grafiti.

La sinfonola y las pinturas que decoraban una de las paredes.

La Guadalupana también cedió su lugar. El baño fue renovado —e higienizado— y sólo se conservó la barra, aunque el caballito de tequila cedió en las preferencias de la clientela ante el clericot o el mezcal de sabores tan extraños como mazapán o bubulubu, aunque eso sí, la cerveza mantiene su imperio, pues para los jóvenes que ahora frecuentan el sitio resulta más económico invertir en una cagua que en un Bacardí añejo en las rocas.

Pero lo que más se extraña es el ambiente popular que lo caracterizaba. Un remanso de tranquilidad y música lenta ideal para la plática se ha perdido. En su lugar queda el frenesí juvenil apropiado para las generaciones del Tik-Tok pero no para quienes crecieron al vaivén de los discos de 45 revoluciones o del carraspiento deslizar del casete.

Ni modo: una cantina menos.

El antiguo espacio de los servicios sanitarios.
Benjamin Segoviano
Benjamin Segoviano
Maestro de profesión, periodista de afición y vagabundo irredento. Lector compulsivo, que hace de la música popular un motivo de vida y tema de análisis, gusto del futbol, la cerveza, una buena plática y la noche, con nubes, luna o estrellas. Me atraen las ciudades, pueblos y paisajes de este complejo país, y considero que viajar por sus caminos es una experiencia formidable.
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