Hubo un tiempo que El Edén, La Barra de Santander,
El Incendio y el Salón París fueron imán de la noche
Todas las noches, cuando agarro la botella,
yo te miro dentro de ella, y me pongo a platicar.
(Dos botellas de mezcal, Moisés Valladares)
Hace algunas décadas, la copa se tomaba entre charlas cultas y filosóficas discusiones, mezcladas con el argot del barrio. En que bebían, codo con codo, el académico universitario junto al cansado minero, el tímido estudiante frente al locuaz abogado, el vendedor de la esquina con el próspero empresario. Ellos y otros personajes eran atraídos por el centro gravitatorio de Guanajuato.
Las cercanías y los alrededores del Baratillo bullían de inquietud etílica al caer la tarde. Esa plaza y las calles aledañas fueron hace bastantes años la antesala de lo que alguna vez fue la zona roja de la ciudad, en el callejón de La Alameda, antes de que el criminal caso de Las Poquianchis y el escándalo subsecuente dieran fin en la entidad, al menos formalmente, al ejercicio de la prostitución.
Lo cierto es que, una vez desaparecida esa práctica, sobrevivieron, estratégicamente situadas en el corazón del viejo real de minas, las cantinas más tradicionales, las más emblemáticas de la bohemia urbana: El Edén, Salón París, La Barra de Santander y El Incendio. Desafortunadamente para los nostálgicos y amantes de la tradición, no queda ninguna, aunque existe la esperanza de que se den las condiciones para que resurja la, hasta hace poco, única superviviente.
Llegó borracho el borracho, pidiendo cinco tequilas…
(Llegó borracho el borracho, José Alfredo Jiménez)
Allí, precisamente en la esquina que formaban el antiguo puente de San Juan con la Calle Cantarranas, se ubicaba el Salón París. Debió ser hace mucho cuando cerró sus puertas, pues aunque muchas personas aseguran que lo escucharon mencionar en boca de su padre, al parecer no queda nadie que lo haya conocido.
Tuvo que ser un lugar de abolengo, cual correspondía a su cercanía con el Jardín de la Unión, el centro social guanajuatense por excelencia. Quizá el nombre fue tomado de la legendaria cantina homónima ubicada en la Ciudad de México, donde se dice que José Alfredo Jiménez cantó por vez primera sus canciones y que aún da servicio en Santa María de la Ribera, en la capital del país.
De vuelta a Cuévano, lo cierto es que, para mediados de los años 1970, cuando el área de la que hablamos fue remodelada para construir el Ágora del Baratillo, esa cantina ya no existía. Actualmente, en su lugar funciona un céntrico restaurante que poco tiene que ver con el ambiente bohemio del negocio que le antecedió.
Pocos metros adelante, se llega al Baratillo. Esta plaza, adornada con una interesante fuente florentina, era el núcleo de la actividad nocturna décadas atrás. Allí, emplazada en la planta baja de un amplio edificio, se encontraba La Barra de Santander, cantina que constituía el lugar ideal para las primeras experiencias etílicas de los estudiantes universitarios, entre otros clientes de distinta procedencia.
El lugar saltó a la fama por una cómica escena allí filmada de la película Estas ruinas que ves (1979), que a su vez se basa en la novela homónima del escritor cuevanense Jorge Ibargüengoitia. En la cinta, el joven Fernando Luján, en el papel del profesor Paco Aldebarán, intenta seducir a la osada estudiante Gloria Revirado, interpretada por una hermosísima Blanca Guerra, a su vez novia de Raymundo Rocafuerte (Pedro Armendáriz Jr.). La Barra de Santander aparece como uno de los sitios en que los personajes principales acostumbran, entre un brindis y otro, pasar el rato.
“La Barra de No Entender”, como era popularmente llamada, permaneció abierta hasta finales de los años 1990. Vivió sus últimas épocas de auge durante la invasión mochilera de varias ediciones del Festival Internacional Cervantino (FIC), hasta que, repentinamente, cerró sus puertas. Muchos todavía la recuerdan con nostalgia, aun cuando hayan perdido la esperanza de un eventual resurgimiento.
Hablando de mujeres y traiciones,
se fueron consumiendo las botellas…
(Mujeres divinas, Martín Urieta)
Si la Barra era sitio de iniciación estudiantil, El Edén constituía el refugio preferido del profesorado universitario. Ubicado junto al antiguo consulado de Prusia —hoy elegante hotel—, al final de la calle del Truco, ese espacio de convivencia era pequeño, pero poseedor de una atmósfera cargada de humo, sapiencia y las voces calmas o impostadas de los parroquianos.
Dada su cercanía al imponente edificio central de la Universidad de Guanajuato (UG), catedráticos, empleados administrativos y gente del común convergían en las redondas mesas para discernir las causas de las crisis permanentes de nuestro país, hacer apuestas políticas o debatir acerca de los males del mundo. Whisky, tequila, brandy, ron y cerveza competían por las preferencias de la clientela.
A principios del presente siglo, El Edén dio por terminadas sus actividades. Del local donde estuvo quedan solamente el viejo muro y dos puertas de madera, junto a una placa muy alta que marca el nivel que alcanzó la inundación de la ciudad en 1905.
Un poco antes, sobre la misma acera, se encontraba otra cantina, de clientela tal vez menos pretenciosa pero mucho más frecuentada: El Incendio. Su localización era justamente donde ahora se encuentran los arcos de acceso al Ágora del Baratillo, por el lado de la plaza. Inaugurada en 1917, desde mucho tiempo atrás contaba con murales, pintados por David Serafín, en los que se representaba a figuras del cine y la música nacionales.
Sin embargo, en 1979, el impulso modernista del gobierno local arrasó con los viejos edificios de la zona para edificar el Ágora. Ante la protesta popular, que incluso llegó a medios nacionales, la cantina fue reinstalada en la calle Cantarranas, casi frente al Teatro Principal, y volvieron a pintarse los murales, esta vez por mano de Juan Villalpando. Regresaron así a las paredes Agustín Lara, María Félix, Jorge Negrete, Pedro Infante y los rostros de muchos de los lugareños que la frecuentaban.
El Incendio, en su nueva sede, pasó por muchos avatares. De ser cantina tradicional que funcionaba por la tarde y parte de la noche, se convirtió en guarida temporal de las personas con espíritu vampiresco: abría pasadas las 11:00 de la noche y cerraba casi al amanecer, atendido por el incansable Rey (qepd), hasta que un día al entrañable personaje lo alcanzó su destino final y el ya para entonces conocido como “F.B.I.” (Famoso Bar Incendio) se puso en stand by, para resurgir aun con mayor ímpetu.
A finales de la década pasada, El Incendio se transformó en la meca estudiantil y turística vespertina. Decenas de jóvenes alumnos de la UG y visitantes llenaban tarde con tarde hasta el último rincón de la cantina, envuelta desde siempre en la penumbra. Junto a los murales algo opacos, los preparados con mezcal y la cerveza circulaban, entre la algarabía juvenil, sin que el mingitorio literalmente a la vista de todos provocara el más mínimo rubor entre la numerosa clientela femenina.
No obstante, en el año previo a la pandemia de Covid-19, un desacuerdo entre propietarios y autoridades obligó al cierre del establecimiento. Los usuarios, jóvenes y viejos, no dejan de lamentar la situación y, de cuando en cuando, manifiestan el deseo de que las puertas se reabran, retorne la oportunidad de admirar los murales y las canciones vuelvan a entonarse a viva voz, cargadas de un sentimiento sin trabas ni gazmoñerías inoportunas.