La calle Manuel Doblado es una de las más transitadas en Guanajuato, está en medio del Callejón del Campanero y el Teatro Juárez, por lo que es obligado pasar por ella, en ocasiones hasta varias veces. Es el corazón de la vida en la capital, y justo ahí es donde están ellos con sus chalupas.
Para que llegaran a ese pequeño espacio en la banqueta hubo que recorrer un sendero que no siempre fue sencillo. Requirió años de esfuerzo, de andar de acá para allá, de perseverancia.
Hugo Mújica y su esposa comenzaron con este negocio desde hace más de 25 años, cuando la situación laboral se puso muy difícil y ya no fue posible encontrar un trabajo formal, además de que por la edad disminuyeron las posibilidades de un empleo. Entonces, decidieron labrar su propio camino.
Recurrieron a este platillo típico botanero que se elabora con frijol, maíz, repollo, crema y salsa. A la tortilla, al freírse, se le hacen tres dobleces para simular la forma de las canastas. Es muy común caminar por Guanajuato y encontrarse con los chaluperos acompañados de su canasta, charola o caja para venderlas. Se consiguen en cualquier época del año, lo que también ayuda mucho, tanto a quienes las venden como a quienes gustan de ellas.
“Antes me dedicaba a otra cosa, pero de repente ya no hubo trabajo en ninguna parte y nadie me empleaba por la edad… ante la falta de oportunidades mi esposa y yo comenzamos a vender chalupas, antes eran chiquitas, las de ahora son más grandecitas”.
Pasar de la estabilidad al comercio informal no es fácil, pero cuando las familias están unidas y se dan la mano, es posible atravesar cualquier crisis. “Cuando comenzamos andábamos de ambulantes y caminábamos de arriba a abajo. Aquí ahora ya nos ha ido más o menos porque ya nos asignaron nuestros lugares y ya no necesitamos andar por todos lados. Tenemos mucho tiempo vendiendo”.
En todos estos años son muchas las cosas que han visto desde su espacio detrás de la mesita en donde tienen su mercancía. Se han vuelto parte de la historia y la cotidianidad de nuestro día a día en la capital.
Su jornada inicia muy temprano, al levantarse con el sol para prepararlo todo y estar en su puestito a las 11:00 de la mañana: “Mi esposa prepara todo y yo le ayudo. Normalmente nos paramos muy temprano a cocinar, y otros días, cuando nos es posible, levantando aquí nos ponemos a trabajar para tener todo listo desde antes y no andar corriendo tan temprano”.
Durante mucho tiempo se les veía acompañados de su pequeño perrito que fielmente aguardaba a su lado toda la jornada laboral. Ya era conocido por todos los transeúntes y compradores habituales. Hugo Mújica recuerda con mucha nostalgia y gratitud a su compañero de jornadas: “Mi perrito me duró mucho tiempo, a donde quiera me acompañaba, pero murió. Nos dejó una cría que es la que ahora vive con nosotros y nos alegra los días, pero ese sí se queda en la casa”.
A pesar de “lo romántico” que pudiera parecer la idea de ver la vida pasar detrás de una mesa repleta de este manjar preparado con amor, la realidad es que el día a día de un vendedor ambulante no es tan sencillo. Se enfrentan a muchas cosas: los permisos, estar todo el día a la intemperie —a veces bajo los rayos del sol y otras bajo la lluvia—…
Como el día en el que Kalimán al ser provocado por estudiantes de secundaria corrió para perseguirlos llevándose el puesto de las chalupas por delante. O la vez que un borracho, al no calcular bien sus movimientos dañó la mercancía: “Cuando eso pasa se pierde todo lo de ese día”.
Pero hay otras jornadas en las que debe levantar su puesto más temprano que de costumbre porque felizmente alguien le encarga para su fiesta o reunión uno o varios cientos de chalupas. “Abro a las 11 y me voy hasta que termino, a veces es más temprano y otras más tarde. Pero también me apuro para irme cuando hay pedidos especiales. Solo es cuestión de que me digan con tiempo y se los hacemos”.
Para don Hugo y su familia, la venta de chalupas fue la gran solución a una crisis por la que atravesaban, y desde entonces, han podido salir adelante. A veces con dificultades y otras con grandes bendiciones: “De todo hay en la vida, todo sucede. Gracias a Dios nunca he estado enfermo. Solo una vez me pasó una caída y me vino una enfermedad, pero de ahí ya me recuperé y ahora todo ha vuelto a estar normal”.
Ellos, como muchos otros vendedores en la capital brindan un servicio muy necesario porque forman parte de ese sistema alimenticio informal en el que tanto el comprador como el vendedor se benefician y las familias pueden subsistir.
Junto a Hugo hay un segundo puesto, es de un hombre que vende atrapasueños. Mientras él acomoda una y otra vez su mercancía al ritmo de las canciones que suenan desde el reproductor, Hugo Mújica permanece sentado, sonriendo. Sus ojos brillan de contento cuando habla de esos cientos de chalupas que hacen por encargo.
Al final, nos despedimos, nos damos la mano. De pronto me dice: “Estamos bien y andamos en lo mismo”.
Me marcho pensando que sí, que andamos en lo mismo. Ambos somos errabundos, vamos de un lado a otro con nuestros sueños dentro de esa canasta que, visible o invisible, nos acompaña en nuestro caminar al cerrar la puerta de la casa cada mañana para, como solía decir mi papá: “irnos a hacer por la vida”.
P.D. Si tienes una reunión, una fiesta o simplemente estás de antojo, busca a don Hugo y su esposa muy cerca del Templo de San Francisco y encárgales tus chalupas o cómprale al menos una deliciosa charolita para botanear mientras paseas.