miércoles, enero 22, 2025
spot_img
InicioGente al pasoJORGE IBARGÜENGOITIA EN IRAPUATO

JORGE IBARGÜENGOITIA EN IRAPUATO

Jorge Ibargüengoitia Antillón nació el 22 de enero de 1928 en la capital del estado de Guanajuato. Cuando su padre murió, su madre se lo llevó a la ciudad de México, pero desde esa temprana niñez regresaban a dos lugares significativos: la ciudad donde vio la luz e Irapuato, donde heredaron lo que quedó del reparto agrario de Lázaro Cárdenas: el casco y la casa grande de la exhacienda de San Roque, ubicada al sur de la ciudad fresera, rodeada de tierras áridas y serranas.

El escritor escribió que tenía cuatro años cuando volvió a su ciudad natal a pasar unos días. Bajo la vigilancia de su madre, llegaron a Guanajuato en la famosa “Burrita”, como se conocía el viejo ferrocarril de carga y pasajeros que circulaba de Irapuato a Silao y de ahí a la capital. El niño Jorge llegó a casa donde nació: “estaba rarísima (…), llena de olores extraños, a los que nunca me acostumbré y que no he olvidado”. Se quedaron en un hotel y luego se fueron al rancho —la exhacienda— de San Roque, ubicada en la vecina Irapuato (“Viaje al centro de la tierra”, en Autopsias rápidas, p. 222).

Regresaron a la ciudad de México y el nuevo retorno del escritor a la entidad fue en 1948, a los 20 años de edad, cuando tomó posesión de unas 750 hectáreas de tierra abandonada, pertenecientes a la exhacienda. Sólo unas 300 eran cultivables y el resto era monte. Junto a la exhacienda estaba el ejido San Roque, cuya ranchería “tenía un aspecto entre medieval y africano” (pp. 56-63). Describe a la ranchería agrariamente repartida como “un lugar de profundo provincianismo” (Horacio Muñoz Alarcón, En primera persona. Cronología ilustrada de Jorge Ibargüengoitia, p. 31).

La familia de Jorge Ibargüengoitia heredó lo que quedaba del reparto agrario de Lázaro Cárdenas: el casco y la casa grande de la exhacienda de San Roque, en Irapuato. 

Así narraba el escritor su estancia en la exhacienda: 

en 1948 estaban todavía en uso muchas palabras del siglo XVI —trujo, joyo, jierro— además de otras de origen desconocido y probablemente de intervención local, como “pacencioso” por pachorrudo, “abuja” por aguja, y “abujilla” por bujía, y, por último, muchas de importación braceril, como “troca” por camión de redilas, “carapila” por tractor de orugas, “paipa” por tubo de succión, etcétera. Pero si el vocabulario era en parte del siglo XVI, el estilo epistolar y de la conversación era, en general, barroco purísimo. 

[…]

Cuando estaba yo en la hacienda y alguno de los campesinos, incluyendo el mayordomo, tenía necesidad de arreglar algún asunto conmigo, se sentaba en la barda del aventadero, que quedaba frente a mi ventana y esperaba pacientemente a que yo lo viera allí sentado, comprendiera que me estaba esperando a mí y no disfrutando del paisaje, y saliera a hablar con él.

La barda del aventadero, el tronco de mezquite que estaba junto al zapote y la raíz de la pitolaca, eran mi despacho. Allí arreglé todos los asuntos que tuve en los tres años que viví en la hacienda.

Recién llegado cometí muchas torpezas. Una de ellas consistió en pasar a los que venían a buscarme a la sala y decirles que se sentaran.

No me había dado cuenta de que un sillón es, para un campesino, como un continente misterioso. Se quedaban petrificados, sin saber dónde poner el sombrero, ni las rodillas, ni la mirada. En la barda del aventadero, en cambio, estábamos en igualdad de circunstancias y ellos se sentían con mayor libertad.

Otra torpeza que cometía al principio, era dejarlos que ellos llegaran, por sus propios medios, al meollo de la conversación. La emprendían errática, que pasaba por la sombrilla de mi bisabuela, la infidelidad de mis mozos, el parto de la Pomposa, la incompetencia de mi mayordomo, etcétera. Eran tremendos chismosos y cada conversación duraba entre una y dos horas.

Más tarde, con la experiencia, adopté otro sistema. Consistía en salir a encontrarlos, con la mano extendida y las siguientes palabras:

—Buenas tardes. ¿Qué se ofrece?

Para dar por terminada la conversación había otra fórmula infalible, que era decir:

—Muy bien. En eso quedamos.

Mis memorias del subdesarrollo (V). “La barrera del idioma”. 13 de noviembre de 1970

Tras terminar su carrera de dramaturgo en la UNAM y sobrevivir con becas y algunos ingresos aislados, Jorge Ibargüengoitia regresaba a San Roque. Recorría 10 kilómetros al centro de Irapuato, a donde iba al cine o de ahí tomaba “La Burrita” rumbo a la ciudad de Guanajuato a visitar amistades, ir a la casa de su madre o ir a atender asuntos como la reparación del motor de un tractor del rancho.

La estancia del escritor en Irapuato fue poco mencionada en sus textos autobiográficos, pero da pistas suficientes para entender cómo percibía a la ciudad:

En la época que pasé en el rancho había en Irapuato cuatro cines. Tres de ellos estaban consagrados a la exhibición de obras completas de Pedro Infante, Ninón Sevilla, Tin Tán, etcétera. En el cuarto, en cambio, vi en programas salteados y entre otras películas, La cartuja de Parma, de Christian-Jaque; Hamlet, de Laurence Olivier; El diablo en el cuerpo, de Autant-Lara; La ronda, de Max Ophüls, películas que en 1950 no eran las más recientes, pero que eran cine moderno de buena calidad.

Cada vez que pasaba por Irapuato para venir a México me informaba de qué daban en aquel cine y casi siempre había algo interesante, entonces yo iba a la segunda función y tomaba el camión de la medianoche. La sala era muy agradable, porque casi siempre estaba medio vacía” (Autopsias rápidas, “Misterios de la cámara oscura”, pp. 147-148). 

El escritor no menciona el nombre del cine, pero es muy probable que se tratara del cineclub de la ciudad, que funcionó hasta 1963 y estaba ubicado en la calle Guerrero, donde en 1902 fue construido el Cine-Salón Pathé.

Estuvo tres años en San Roque y regresó a Coyoacán. Debido a su precaria situación económica, vendió la hacienda en 1956 para pagar deudas y comprar con lo sobrante el terreno donde construiría su casa en Coyoacán (María Cristina Secci en La realidad según yo la veo. La ley de Jorge Ibargüengoitia, pp. 41-42). 

Irapuato convertido en trasunto literario

La ciudad de Irapuato no pasó desapercibida para Ibargüengoitia en su obra literaria: es uno de los lugares donde describe a la revolución en Relámpagos de agosto, su primera novela, escrita en 1963 y ganadora del Premio de Casa de las Américas en 1964.

Fresópolis habría de ser una referencia literaria en obras posteriores: cuando señala en Estas ruinas que ves (1973) que de Muérdago iba a Cuévano en tren, hay un símil en el viaje de Irapuato a Guanajuato. Señala el paso por El Ahorcado y aunque la estación con ese nombre se encuentra entre Querétaro y San Juan del Río, en la novela abajeña la referencia es a la estación Villalobos, que estaba en una comunidad situada entre Irapuato y Silao y era una de las paradas de “La Burrita”.

En Dos crímenes (1977), Muérdago es similar a San Miguel de Allende (plaza principal con parroquia y portales), pero la descripción que hace del rancho de Ramón Tarragona, tío de Marcos El Negro, el protagonista de la novela, corresponde a San Roque.

En Las muertas (1979), Ibargüengoitia sitúa de nuevo a Muérdago como vecina de Pedrones (León). Otra vez Irapuato tomaba el papel de trasunto literario.

El escritor conoció a Joy Laville en 1965. Se casaron en 1973 y se fueron a vivir a Europa. El 27 de noviembre de 1983, cuando iba a Bogotá, Colombia, el avión se estrelló cerca de Madrid, España. Jorge Ibargüengoitia se convirtió en leyenda para Cuévano y Pedrones. Muérdago fue, casi de manera alternada, Irapuato y San Miguel de Allende.

“La Burrita” era un medio de transporte de uso frecuente en los años juveniles de Ibargüengoitia, cuando pasó 3 años en Irapuato cuyo cine club al parecer frecuentaba. 

“La Burrita” ya no circula. Jorge Ibargüengoitia ya no pudo regresar a salir de la estación de Irapuato —donde cantaron “Los Horizontes”—, ni pasar por El Ahorcado y luego por Silao para llegar a la estación de Tepetates de Cuévano.

Si los churros de la panadería “La Purísima” eran sus favoritos, quizá también le gustaban las fresas con crema.

La exhacienda de San Roque sigue ahí, ahora rodeada de fraccionamientos, pero la gente de Irapuato poco sabe de eso. Algunos viejos recuerdan al escritor; el resto, no sabe que ahí estuvo una de las glorias literarias de Guanajuato y México. Tampoco lo saben sus autoridades ni las personas responsables de la cultura en la ciudad. Jorge Ibargüengoitia diría que le importaría poco, pero ese desdén a su persona pudo haber generado que también se burlara de Irapuato en alguna obra. Si en Pedrones confunden lo grandioso con lo grandote, algo hubiera inventado de Irapuato, Para empezar, le habría cambiado el nombre. De la que se salvaron.

Federico Velio Ortega
Federico Velio Ortega
Periodista, maestro en Investigador Histórica, amante de la lectura, la escritura y el café. Literato por circunstancia y barista por pasión (y también al revés)
spot_img
Artículos relacionados
spot_img

Populares