Un romance aéreo en un espacio apartado,
silencioso, de vistas distantes y luminosas
A lo lejos, parece eso: una mesa, una mesa de rocas salpicadas de matas color verde seco. No tan grande como el famoso cerro con ese nombre que sirve de referencia en el camino que cada año siguen los peregrinos a San Juan de los Lagos, pero de estructura similar. Muy alto no es, pero singular sí, distinto de los verticales riscos cercanos que forman el conjunto de Los Picachos.
Esa era la meta. El cerro —bajo y plano— se localiza a un costado del que resguarda la cueva de San Agustín, a la vista del par de susurrantes formaciones conocidas como “Las Comadres”. Para llegar, se emprende la caminata a los pies de la mítica Bufa, bordeando las elevaciones que forman un balcón espectacular con deslumbrantes vistas hacia la ciudad de Guanajuato, hasta que la vereda se desvía y enfila a Calderones, poblado trepado en una alta y ventosa meseta, a un lado del camino al Cubo.
Sin embargo, nuestro destino es otro. En cierto momento, el sendero se bifurca, por un lado hacia “Las Comadres” y por otro al cerro que, a falta de mejor nombre, he nombrado “de la mesa”, aunque seguramente tendrá una designación local más apropiada. El trayecto está salpicado de rocas de formas caprichosas, como si un ser gigantesco hubiese desparramado pesados blocks de juguete entre las colinas y cañadas circundantes.
Una vez que se tiene a la vista la peculiar loma, desde cierto ángulo, sobre una ladera inclinada, las peñas y piedras desprendidas, de color gris oscuro, parecen formar la espina dorsal de un animal antediluviano: afiladas aristas que en su caída han construido una línea casi continua de cascajo, resultado de la poderosa fuerza erosiva del agua, el viento y el clima, factores que en conjunto son capaces de reducir a polvo la más altiva montaña.
Llega el momento de emprender el ascenso. Desde la base, una senda perfectamente marcada entre los matorrales guía los pasos de los caminantes. La pendiente es suave y subir no representa gran esfuerzo. No obstante, aún debe rodearse un último risco antes de divisar la cima. Un árbol que después será la sombra protectora del almuerzo se presenta como antesala de una pequeña meseta cubierta de pasto natural y rodeada por un circo de peñas granulosas.
De repente, un graznido nos da la bienvenida. Al aguzar la vista, el plumaje azul oscuro delata a un imponente cuervo encaramado en el filo de una cresta. No se mira asustado y sólo de vez en vez voltea la cabeza y muestra su poderoso pico. El panorama es hermoso. La planicie que corona el cerro es ideal para una cáscara futbolera en las alturas, para un día de campo, para huir del mundanal bullicio. Reinan el silencio y la quietud, solo interrumpidos por el crascitar recurrente del ave.
El paisaje cercano muestra, por un lado, el macizo de Los Picachos; por el otro, las cercanas Comadres y, más allá, el caserío de Calderones. En un arroyo inmediato, algún pastor construyó un pequeño aguaje para su ganado. A lo lejos, Chichíndaro y las cumbres verdosas de la sierra. Hacia el oriente, una sucesión de colinas alfombradas de hierba corta y seca, pues hace rato que las lluvias se fueron. Al sur, el brillante espejo de la Presa de la Purísima y el comienzo del Bajío.
De pronto, el cuervo reacciona, salta y se deja llevar por el viento. Se pierde tras una barranca y, minutos después, reaparece en pleno vuelo, pero no solo, sino acompañado. Todo adquiere sentido: sus graznidos eran parte de un antiquísimo ritual de cortejo. Nuestra ave ha tenido suerte y una hembra respondió a sus reclamos. Juntos avanzan en tándem, se elevan, descienden y planean, concentrados en su vuelo amoroso. Una maravilla, lamentablemente difícil de filmar por la rapidez de sus evoluciones al borde del abismo.
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El cuervo parte en pos de la pareja.
En cierto momento, se lanzan en línea recta hacia la lejanía. No los volvemos a ver. Es hora de disfrutar el paisaje, llenar los pulmones del aire ligero de la montaña. Guardar las vistas en la memoria. El regreso resulta más largo y cansado de lo esperado. Pese a ser casi invierno, el Sol es agobiante y los músculos resienten la larga caminata, las articulaciones sufren por las muchas flexiones del subir y el bajar. Afortunadamente, aún quedan charcos a la sombra donde refrescar el rostro y las ideas, antes del último jalón. Hay agotamiento, pero al final queda la satisfacción de la meta alcanzada y una sensación de gozo por saber que, en algún rincón de ese nudo montañoso, una pareja de aves es feliz.