El fortuito encuentro de un joven estudiante de Química con el vate dolorense en el Café Carmelo.
Corría el año de 1965. Eran los tiempos del gobierno de Juan José Torres Landa. El Edificio Central de la Universidad de Guanajuato concentraba escuelas y facultades donde impartían derecho y contabilidad. En el cuarto nivel estaba la Escuela de Ingeniería Química y, desde ahí, el entonces joven alumno Mario Calderón Parra y sus compañeros bajaban por Callejón del Estudiante o por Lascuraín de Retana para llegar a las inmediaciones de la otrora llamada Tenaza y entrar al afamado Café Carmelo, ubicado en la calle Ponciano Aguilar.
Se trataba, en realidad, de un restaurante-bar, donde confluían estudiantes y profesores. Ahí tocaban grupos de música, entre los que destacaban los hermanos Sandoval; también coincidían los primeros impulsores del teatro universitario.
El Café Carmelo abría todos los días y debía cerrar los domingos por la tarde, pues al vender también bebidas con alcohol, debía atenerse al reglamento de esos años. Sin embargo, Carmelo tenía un “secreto” ampliamente conocido: a puerta cerrada, ofrecía los elíxires a quienes debían seguir por la tarde con la cura de la resaca sabatina.
Un domingo de ese año, Mario y sus compañeros llegaron para pedir una cerveza y degustar la correspondiente abundante botana.
La anécdota es contada en la cantina La Terraza, ubicada en la calle Niños Héroes, de Salamanca, realizada un emblemático 13 de septiembre. Mientras disfruta de un agradable merlot (el entrevistador toma tequila reposado); el señor, ingeniero químico de profesión, la narra:
“En una ocasión y —como buen estudiante, siempre con hambre— iba con unos amigos, más que a beber, a comer algo que nos daban de botana y ahí llegó José Alfredo con su compadre (el propietario del restaurante Rancho de en Medio, ubicado en la Sierra de Santa Rosa)”.
Cuenta que les dijo: “Jóvenes son mis invitados; van a cerrar la puerta, ustedes pueden irse cuando lo deseen”.
Y se quedaron desde la prima tarde hasta el anochecer.
“La bebida corrió junto con la comida. La cuenta se sumaba y el ya exitoso cantante, que para ese momento estaba por cumplir 40 años de edad, llevaba dinero para solventar la cobranza”.
Ahí se cumplía lo que cantaba en “Tres corazones”:
He ganado dinero
para comprar un mundo
más bonito que el nuestro:
pero todo lo aviento,
porque quiero morirme
como muere mi pueblo.
Don Mario sigue con su remembranza:
“Nos quedamos y tuve la fortuna de escucharlo cantar. Fue muy agradable. Desafortunadamente yo tenía clases a las siete de la mañana y tuve que irme relativamente temprano”.
El entonces estudiante, que tenía entre 20 y 21 años de edad, vivía en Callejón de Patrocinio-San Cristóbal, en la casa marcada con el número 2, arriba al poniente del Callejón del Beso. Bajaba hacia la Plaza de los Ángeles, en donde alguna vez vio a la filmación de una película, junto a la fuente, en un día lluvioso.
Don Mario Calderón Parra nació en Salamanca en 1944. Su familia había migrado a esa ciudad que con la apertura de su refinería se convertía en una de las poblaciones con más futuro económico en la entidad y el país. La carrera de ingeniería química, ideal para ejercer en ese mundo petrolero, era impartida en la capital del estado. Ahí estuvo de 1964 a 1968. Sigue en su referencia al poeta del pueblo:
“Fue un gran compositor, un orgullo para Guanajuato; fue un hombre hasta un poquito filosófico. Así lo demuestra en esa canción que fue todo un éxito, que fue el corrido de Guanajuato:
No vale nada la vida,
la vida no vale nada;
comienza siempre llorando
y así llorando se acaba.
Y, efectivamente, así somos los humanos”.
El ingeniero que es reconocido en Salamanca por tener una patente de tratamiento para la purificación de agua, remata:
“Fue un hombre muy cercano al pueblo y por eso se le recordará siempre”.
Ese día, el compositor más reconocido de México llegó con Carmelo, donde se fraguaron los entremeses cervantinos, y fue generoso con la comida.
En 1973, la Escuela de Química se convirtió en Facultad y se le trasladó a Noria Alta con flamantes nuevas instalaciones. De haberse mudado antes, es posible que esta anécdota no existiera.
Ese año murió José Alfredo, que de paso a su pueblo adorado —que está allá nomás tras lomita— llegaba a cantinas de Guanajuato a entonarse antes de rematar en Rancho de en Medio. Para ese momento, el joven ingeniero químico Mario Calderón iniciaba una exitosa vida profesional en la ciudad de Salamanca, por donde José Alfredo no quería pasar porque ahí le hería el recuerdo.