domingo, noviembre 24, 2024
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EL BULEVAR DE LOS SUEÑOS LOCOS

Avenida ancha, de doble sentido, a la que un paseo divide por la mitad, generalmente arbolado, es más o menos la definición de bulevar (o boulevard). Los franceses pusieron de moda ese tipo de calles en el siglo XIX, y el mundo los imitó a través del tiempo. En México, durante el largo periodo de gobierno revolucionario, las principales ciudades del país se adhirieron al concepto, derribaron antiguas viviendas y crearon rúas de ese estilo.

El estado de Guanajuato no escapó a la moda. Durante los años 60, las principales ciudades de la entidad diseñaron sus bulevares, como símbolo de supuesta modernidad. León llamó “Adolfo López Mateos” al primero que tuvo; los celayenses, faltos de originalidad, copiaron el nombre para el suyo, mientras que Irapuato optó por el más oprobioso de “Gustavo Díaz Ordaz”. Posteriormente, se han trazado rutas semejantes en esas y otras poblaciones.

¿Y la capital? El Cuévano de Ibargüengoitia, enclavado en una cañada y rodeado de cerros, resultaba poco apto para una rúa análoga. A cambio, se aprovechó el lecho del río para adaptar una surrealista calle subterránea. Pero en el “nuevo” Guanajuato, que se extiende desde los años 1990 hacia las planicies del sur, sí había espacio, así que, un día, los primeros 3.5 kilómetros de la carretera a Juventino Rosas fueron transformados en bulevar, mismo que recibió el nombre de otro prohombre priista: Euquerio Guerrero.

El eje vial del sur.

La avenida se ha convertido en eje del tránsito vial hacia las nuevas, monótonas y uniformes colonias del sur, donde radica ya más de la mitad de la población capitalina. Y obvio: también es el espacio donde se desarrolla gran parte de la vida cotidiana, pues el centro histórico es, cada día más, feudo de comercios, turistas y estudiantes. Y aunque no la distingue su riqueza arquitectónica ni su historia, poco a poco adquiere su propio carácter.

El ritmo vital del Euquerio es uno de día, con el ruido incesante de los motores, la frenética actividad mercantil y el incesante andar de los peatones, y otro de noche, mejor dicho, de madrugada, cuando el músculo duerme y la ilusión descansa, como reza el conocido tango que de niño me hacía sufrir al imaginar a la pobre viejecita —de canas muy blancas— que se había quedado muy sola, sin sus cinco hijos, pero con cinco medallas.

Noche de ronda

Volvamos al bulevar. Andarlo a las 3:00 de la madrugada es de locos, sin duda. La noche avanzada es territorio de espectros y fantasmas; de crímenes al amparo de la oscuridad; de tendencia al vicio y el pecado. Pero igualmente es espacio propicio al silencio, al amor y a la aventura. Así que ahí voy, de Yerbabuena al puente “Marlboro”, con los sentidos alerta. Los primeros en entrar en acción son los oídos, que captan las notas musicales que surgen de bares cercanos, mientras los taqueros recogen sus puestos y cierran cortinas.

Sigue el turno de la vista. Aquí y allá, refulge el neón de una gasolinera y el reflejo violeta de la tienda que —dicen— es parte de nuestra vida, inicio de la gran plaza comercial edificada a costa del paisaje natural, con el manido fin de “crear empleos e impulsar la economía”, y que termina junto al primero de los modernísimos pasos peatonales con elevador incluido. Pasa solo uno que otro vehículo, a una velocidad mucho más allá de lo recomendable.

Vista para aspiracionistas.

Adelante, el arbolado espacio de la Sección 13 del SNTE, silente y oscuro, casi frente a la entrada a Cúpulas y Mineral de la Hacienda, colonias que invaden paulatinamente los cerros contiguos. Enseguida, el largo y rojizo muro de Tránsito del Estado y de las Fuerzas de Seguridad Pública, las famosas FSPE. Del otro lado, el acceso a la populosa Villaseca. Y algunos pasos más allá, otra vía elevada para caminantes.

De ahí hasta un expendio de gasolina hay un tramo largo y tenebroso. Poca luz y un negocio donde por fin puede darse oportunidad al gusto: venden cerveza y botanas, para alegría del nochero con ganas de seguir la fiesta. Al tercer paso peatonal, un susto: tomar una foto en medio del carril provoca que una patrulla se detenga a pocos metros con sus estroboscópicas luces encendidas. “Quien nada debe, nada teme”, me digo y, con el corazón latiendo a ritmo reguetonero, acciono la cámara. Los agentes solo miran, curiosos, algo extrañados, pero finalmente no bajan y sigo mi camino.

Hay cinco pasos peatonales en la ruta.

Topo casi de inmediato con dos jóvenes mujeres cuyos pasos tambaleantes revelan la causa. Además, el olfato las delata, pese al cubrebocas que usan. Una de ellas me observa con cierta atención. Lo que hace el alcohol, pienso: hasta atractivo resulto. Solo que días después, leo en redes un reclamo: “Profe, no me quiso hablar y pasó junto a mí”. He ahí la explicación. Me excuso señalando que, si de día no veo bien, de noche menos, etc., etc.

El gran paso a desnivel de la glorieta Santa Fe muestra un atractivo juego de luces que cambian de una a otra. A esa hora, aún bastantes autos cruzan procedentes de la autopista hacia el acceso Diego Rivera, así que los semáforos cumplen eficazmente su función, y desde allí vislumbro las miríadas luminosas del único “rascacielos” de la ciudad, ubicado dentro de otro centro comercial, en el que se percibe ruido humano procedente del bar allí ubicado.

El edificio más alto de la ciudad.

Casi llegamos: Telmex, agencias de autos, otra gasolinera y el cuarto puente peatonal. Los elevadores no funcionan y algunas lámparas están apagadas. Ni modo: para la foto, hay que conformarse con los leds del alumbrado público. Interrumpen el silencio ladridos de perros de residencias cercanas, que se vuelven más fuertes conforme se avanza, advirtiendo a los noctámbulos que no se acerquen demasiado. Territoriales que son, esos lobos ancestrales.

Por fin, aparece el último puente, cuyo nombre oficial es Jalapita, pero al que todo mundo llama “Marlboro”, debido al anuncio que de esa marca tuvo en sus inicios el primer paso, metálico y horrible, pintado de verde. El actual es funcional, pero se ha quedado sin luces debido al robo de sus lámparas y de los cables; nada cuidamos. Solo un tenue resplandor verde o rojizo, a mitad del camino, procedente del semáforo, alumbra un poco el trayecto.

Marlboro

El puente “Marlboro”.

El tacto tiene rato que se activó, primero con el frío y luego con la humedad del sudor que produce el ejercicio. Aún falta un tramo para llegar a casa: cruce del túnel El Laurel y unas decenas de metros en Marfil, pero la tarea está hecha. Ahora, a intentar reflejar la esencia nocturna del bulevar Euquerio en pocas líneas y aun menos fotos. A ver qué sale.

Benjamin Segoviano
Benjamin Segoviano
Maestro de profesión, periodista de afición y vagabundo irredento. Lector compulsivo, que hace de la música popular un motivo de vida y tema de análisis, gusto del futbol, la cerveza, una buena plática y la noche, con nubes, luna o estrellas. Me atraen las ciudades, pueblos y paisajes de este complejo país, y considero que viajar por sus caminos es una experiencia formidable.
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