Aun con su ausencia la gente está presente: en sus obras, en su hacer, en su estarse yendo.
La palabra “gente” alude a un colectivo indeterminado, tanto en su cantidad como en su linaje, lo mismo en cuanto a su procedencia que a su destino. Eso sí abarca todos los géneros, y en su delimitación nadie puede quejarse de no caber. Puede que su connotación coloquial no resulte del todo grata, pero en su raíz etimológica indoeuropea tiene lugar preponderante la acción de dar a luz, de parir. Decir “gente”, entonces, es aludir a un conjunto indeterminado de personas, agrupadas por alguna razón, que generan algo. Así, todos somos gente y generamos una cosa u otra. Desde esa perspectiva, ¿es posible hablar de la gente ausente? Parece un contrasentido, pero quizá no lo sea tanto. Intentemos darle presencia a la gente ausente.
Frente a la vastedad del cielo y la textura de las nubes, las huellas de la gente se identifican en los adminículos con que se facilita la vida. ¿El concurso de cuántas personas se ha requerido para que una luminaria de uso público quede materializada? ¿Cuánto tiempo se requirió para amalgamar esas contribuciones? ¿Y de qué recursos se han valido? La diferencia de rasgos salta a la vista: la geometrización de los materiales, la perfección de sus formas, la sofisticación de sus recursos y mecanismos, muestran a las claras la obra humana. Mientras tanto, en la espontaneidad de lo natural queda plasmada la limitación de las personas: ¿cómo podrían acomodar los filamentos nubosos para que parezcan una pluma fina, para que adquieran la forma de un sendero de vellos como suele crecer desde el pubis hacia el plexo solar? Frente a la dispersión, la figuración caprichosa, la levedad de las nubes plantadas sobre el azul del cielo, la mano de la gente ha creado una pieza compacta, sólida, de formas mecánicas, convirtiendo recursos naturales en productos. Cuando cae la noche, sin duda, la obra de la gente parece brindar mayor utilidad.
No otra cosa sino piedras y piedras es el lugar donde habita la gente. La soberana piedra, el objeto más humilde y dúctil de cuantos hay, amontonada, acomodada con cierto orden, encementada para resistir los embates de la intemperie, distribuida para crear espacios, es la que salvaguarda a la gente de las inclemencias. Por aquí alza pues su mano la gente: está detrás de los muros, parapetada para salvaguardar sus bienes, su propiedad privada, para no ser tocada por los rigores mundanos. A juzgar por la antigüedad de estas piedras, han atestiguado otras historias, otros hechos colectivos, provenientes quizá de otras edificaciones, de otras urbanizaciones, de otros proyectos. No pocas de ellas han sido pulverizadas y fabrilmente vueltas polvo para unir lo disperso y darles una forma que no proviene solo de la suma de las piedras. La gente edifica, la gente destruye para renovar sus ámbitos, la gente inventa máquinas con las que facilitarse el trabajo. La gente emplea el polvo áureo de otro tiempo para darle lustre a la temporalidad de oro en que vive.
Debajo de la magnificencia de las nubes cuando cae la tarde, hecha una sombra, se adivina en la silueta de un tinaco la casa en que habita alguno de los miembros de la gente. Se adivina el cúmulo de calles, las demás casas, algunas veces llamadas “hogar”, la dotación de sus servicios urbanos, de sus servicios que son sus derechos. La gente es minúscula en comparación con el ígneo crepúsculo, con el colorido espectáculo del cielo, del cielo que “envuelve” a la Tierra. Pasmada, la gente mira el ocaso vespertino, lo contempla con el mismo asombro que se deja seducir por la luna llena, por las alboradas en el campo, por el cielo nocturno cubierto de estrellas, por un cometa visible apenas. ¿Mirará al mismo tiempo con la vista de quien mira hacia donde nosotros estamos, desde una estación espacial? Aquellos hombres del espacio miran lo que nosotros, hombres de la tierra. ¿Es lo mismo? ¿Qué tan diferentes son? En las nubes crepusculadas convergen ambas miradas, pero arrojan un resultado distinto. ¿Acaso hay nostalgia, tristeza o intrépido asombro? La gente mira lo mismo pero no es, de ninguna forma, lo mismo.
En la profusión de colores, ¿dónde se ubica la gente? En el encendido carmín, en el brillo dorado, en la savia de los vegetales, ¿qué puede hacer la gente? Cada color es la cifra de un atributo, y en la forma de las flores el atributo incrementa su brío codificado. Los colores y las formas festivas reconocen la memoria de los ancestros, la sencillez de su mensaje honra la magnanimidad de los elementos naturales. La gente celebra, crea solemnidades, danza dentro de sí, entona albricias, para dar cuenta de su fugacidad, de su esperanza en que el cambio no le sea adverso sino propicio, generoso y desprendido. En las flores de papel de colores la gente plasma el misterio del cambio incesante, del ciclo del nacer al perecer, a través del cual se mantiene la vida, y es destinataria de recompensas que hacen menos fastidiosa la transitoriedad. Algo permanece después de todo, y en una acumulación virtuosa erige edificios, pone en pie sistemas, alardea de sus triunfos, alega con presunciones. Y las flores vuelven a brotar, incluso en tallos a veces endebles, como un testimonio cierto de que la vida permanece, no de cada persona, sino de la gente. Y es así como adviene el tiempo de la fiesta.
¿Y cómo se va la gente de su vida? Cuando perece: dentro de un ataúd o vuelto cenizas en una combustión admitida. Había camposantos a voz en cuello de la tierra: al costado de la iglesia, al pie de un camino, en un recoveco del poblado, en alguna cima de loma repleta de pájaros o en un paraje sin el menor atractivo. Las cenizas tienen lugar al interior de los templos, en algún rincón especial de la casa de difunto, o esparcidas en mares o ríos o tierras elegidas antes del deceso. Después de las andanzas a dos pies firmes, la morada final ¿cuánto importa? Si cavada en el suelo, si elevada entre condóminos mortuorios, si erigida con francos ladrillos o hecha onerosa capilla o mausoleo, ¿para cuál gente es la obra construida? En la soledad del cementerio serán el viento, el sol, la lluvia, los sepultureros quienes habrá de convivir más con ello. Dentro, la gente difunta nada dice. Fuera, más allá de esos linderos, otra gente entorna la mirada para darle la bienvenida a su tristeza, a su nostalgia, a su amor por el ausente. En las horas fúnebres entonces hay más gente de la que imaginamos, y una poca de ella participa de un perenne silencio. La gente un día se va, y todos acaban por irse, todos acabaremos por irnos.
Mientras tanto, en otras formas de la gente, la vida mantiene su buena marcha.