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PORTAR EL ANHELO DE LIBERTAD EN EL QUEHACER PLÁSTICO

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Hurgando en los archivos de mi memoria, dieron mis dedos de pronto con el rótulo de una carpeta: “Entrevistas / Artistas” pude leer en la pestaña de un folder más o menos ajado. Con solo abrir el expediente, fulguró la imagen de una persona, de un artista plástico de Celaya, a quien recordé de súbito, y de quien comencé a recuperar fragmentos dispersados en otras gavetas de la misma memoria. Camilo Aguilar se volvió claro entonces.

Le conocí a principios de los años noventa del siglo pasado, y en ese mismo lapso dejé de frecuentarlo. Celaya era para mí un venero de asombros artísticos, en la literatura y en el arte plástico, pero también en asuntos afectivos. Con frecuencia tomaba el autobús foráneo para acudir a una presentación editorial, para atestiguar la inauguración de alguna exposición, así como para encontrarme con gente afín a mis intereses, para departir un poco aquí o allá. Era inevitable conocer y saludar a poetas, pintores, escultores, investigadores, periodistas, locutores de Radio Tecnológico, con quienes enderezar un encuentro, fortuito, sí, pero también provechoso en la conversación apasionada y trenzada de intereses.

Camilo Aguilar, según recuerdo, solía estar por allí, en esos encuentros, pero no permanecía mucho tiempo. Lo que es más, no consigo recordar las circunstancias pactadas para la cita que debimos tener y de la cual provienen las notas que conservo con sus palabras, la transcripción de su decir. Tengo presente el escenario, y no estoy cierto de que sea el original: un jardín medio verde medio seco a un costado de un edificio escolar, como tantos hay sin duda en Celaya. Viene a mi imagen interna su figura, de hombre alto y delgado, cuyos cabellos lacios caían en torno de su rostro con indomable rebeldía, quizá imagen de la rebeldía propia del arquitecto que dejó de ser para incursionar en los orbes del arte plástico, en el que confiaba como un tránsito determinante. Así lo atestigua su decir, tecleado a máquina en una hoja que un día fue blanca:

“El arte siempre ha tenido y tendrá el dedo en la llaga, para recordar al hombre lo que es el ser humano en busca de su originalidad; un ser que es y no el que tiene, un hombre que tarde o temprano encontrará el origen de todo… la libertad”. Por cierto, cuestión fundamental, ésta, acerca de la que puntualiza: “cuando el hombre al fin reconozca su naturaleza de hombre libre, en ese momento dejará de existir el arte”.

Obra de Camilo Aguilar (fotografía de él mismo)

Que alguien te hable con esa confianza y determinación, desde luego que marca una incisión en tu sensibilidad, en tu manera de mirar la vida y el mundo: reconocer nuestra naturaleza de hombre libre hará que deje de existir el arte. O dicho de otro modo: el arte existe porque el hombre es hombre cautivo. Upales. Menudo asunto. No obstante, para Camilo Aguilar era lo propio decir esas afirmaciones, y en plasmar esa esperanza, ese anhelo, en buscar esa posibilidad se afanaba en su obra plástica. De ahí que, según el registro de la entrevista, yo le preguntara si las condiciones de Guanajuato (en particular las de Celaya) eran las adecuadas para el desarrollo de la pintura. A lo que él contestó absorbiendo en sus palabras un amplio contexto:

“Cualquier lugar donde exista una dinámica humana estarán las condiciones adecuadas para el desarrollo personal y por ende el de la pintura. En cuanto a la luz tan clara de Celaya, los verdes de los campos, los oros texturizados de sus colinas y montes, son cualidades que te dan el aspecto físico agradable para desarrollarte. En el aspecto intelectual tenemos el ambiente dialéctico necesario para teorizar y proponer cauces que giran junto con tu obra.”

Y es que sí eran notorios esos ambientes a que se refiere: Celaya descollaba por el ímpetu de muchos de sus habitantes, hambre tanto como frenesí de conocer el universo estético, de ampliar sus horizontes, de plantar las obras en sus tierras fértiles, de insertarlas entre las de otrora, de codificar en clave literaria o plástica la circunstancia del momento. No obstante, Camilo Aguilar se mantenía firme en sus miras, leal a su cometido, transigiendo lo menos posible a fin de mantenerse en el punto que se había impuesto a sí mismo.

“Realmente el arte cumple su función en el artista lográndose esto en dos etapas. La primera (tal vez la más importante) es la del momento de la creación, el momento de organizar el gran pensamiento, el momento de armonizar con tu micro-universo, el momento del dolor-placer, es el gran momento de vibrar con el universo mismo. Y la segunda: que cada obra es una gran experiencia para la subsecuente, dándose también la oportunidad de enriquecer la propia ética moral.”

Antes de alcanzar esa cima, comentó que allá por los años setenta había incursionado con el Taller de Investigación Plástica de Morelia (un taller que al parecer fue germinado en Celaya), en un proyecto de arte colectivo, arte para todos, artes para masas, etc., dijo, “donde desarrollábamos murales, esculturas y ambientaciones o instalaciones junto con las gentes de las comunidades en donde iba a quedar la obra, efímera a veces; otras, no.” Un colectivo de arte grupal, anónimo, experimental, en concordancia con las visiones y necesidades de la gente con quienes trabajaban, generador de arte crítico incluyendo sus procesos. Pasados los años, desde luego que reformuló su consideración del hombre y del arte, no dudo que sin dejar de integrar las experiencias previas. Cuando lo conocí era un hombre que vestía con sencillez, en cuyas muñecas y cuello podían verse piezas extraídas de la playa o del bosque convertidas en pulsera o dije de collar, mientras en la piel requemada de su cara lucía el sol del sitio donde había estado. Esto dice la transcripción que me dijo Camilo Aguilar:

“Me norma el sentimiento humanista. Me norma tremendamente la naturaleza. El respetar la naturaleza en todo sentido, ecológico y formal, de acción siempre eterna. Soy un pintor moderno en términos de técnica, ya que utilizo el material que me brinda la naturaleza y la tecnología de una forma espontánea, casi diría intuitiva, subconsciente. Trato de destapar y dejar hablar mi naturaleza cósmica y expresándome en términos de un estilo abstracto expresionista con matices de collage (plumas de aves o mariposas, maderas, hilos, papeles, etc.) dejo fluir símbolos literarios.”

Segunda obra de Camilo Aguilar (fotografía de él mismo)

Ese tratar de destapar su naturaleza cósmica me sorprendió siempre en sus cuadros. En los dos planos representados, había un fondo negro donde interactuaban trazos de luz, fragmentos de relámpago, un universo en fulguración permanente mientras en la superficie había colores vivaces, hilos suturando la herida, el desgarro que permitía mirar el fondo; en esa superficie bullían las formas que nos son reconocibles, palabras, formas de lenguajes habituales. Esas imágenes permanecen marcando una incisión en mi sensibilidad, en mi manera de mirar la vida y el mundo.

Busco en las demás carpetas de mi memoria otras imágenes de Camilo Aguilar, pero tan solo encuentro preguntas martillando con insistencia. Miro de nuevo mis manos, y tan solo encuentro dos fotografías de sus cuadros. Solo tengo entonces de Camilo Aguilar la transcripción de una entrevista y dos fotografías. Queda también una fecha: mayo de 1992.

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(Irapuato, Gto. 1963) Movido por conocer los afanes de las personas, se adentra en las pulsiones de su vivir a través de la expresión literaria, la formulación de preguntas, el impulso de la curiosidad, la admisión de lo que el azar añade al flujo de los días. Cada persona implica un límite traspuesto, cada vida trae consigo el esfuerzo consumado y un algo que debió dejarse en el camino. Ponerlas a descubierto es el propósito, donde quiera que la ocasión posibilite el encuentro. De ahí la necesidad de andar las calles, de reflexionar en voz alta para la radio, de condensar en el texto la amplitud vivencial.

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