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EL CUBO, MINERAL ENVUELTO EN SILENCIO

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Calles rústicas, casas pintorescas y un relato de

heroísmo gremial marcan la historia del poblado.

Muchas fueron las minas que forjaron la riqueza virreinal de Guanajuato. En torno a cada yacimiento se formaron asentamientos donde vivían los mineros, sus familias y en las que fluía la vida: religión, comercio, amor, trabajo. Con el paso de los años, en esos lugares se construyeron iglesias, edificios civiles, haciendas. Uno de esos poblados es El Cubo.

Una capilla a la vera del camino.

Se llega a él a través de un terroso camino que parte de la Presa de la Olla y pasa por los poblados de Calderones y El Cedro. En la ruta, se localiza una ermita, una capilla y se avistan algunas cruces sobre las cimas de montes pelones. A la comunidad, cruzada por un arroyo, la rodean cerros escabrosos, del color gris de la roca, salpicados de pequeñas matas verde seco. Aunque a pocos kilómetros inicia la frondosidad serrana, el mineral no se ve beneficiado por sus sombras y soporta estoicamente los intensos rayos del Sol, aunque en las noches la temperatura cae tanto que hace imperativo abrigarse, incluso en verano.

La cruz que protege a los andantes.

Sin embargo, pese al áspero paisaje, El Cubo se muestra como un adorno engastado en un pequeño oasis. Aunque no está despoblado, el silencio impera en sus espacios y rincones. A la entrada, a un costado de lo que parece una gran plaza, siete bustos honran la memoria de un grupo de mineros, líderes sindicales, que perdieron la vida por buscar mejores condiciones de trabajo para sus compañeros.

Los mártires del 22 de abril de 1937.

Antonio Vargas, Luis Fonseca, Juan Anguiano, Antonio García, Reynaldo Ordaz y Simón Soto fueron asesinados, cuando viajaban del Cubo a Guanajuato, el 22 de abril de 1937, por pistoleros que enviaron los propietarios estadunidenses de las minas, quienes se negaban a mejorar los sueldos y a brindar condiciones dignas a sus trabajadores. En su memoria, así como a la de Luis Chávez, joven minero que murió durante una marcha de protesta en esa época a la Ciudad de México, se colocó ese monumento colectivo, aunque recientemente desaparecieron dos estatuas, mismas que al parecer no se han repuesto.

La calle de acceso pasa bajo un puente.

Pasos más adelante, el acceso pasa bajo un curioso puente. En seguida, se suceden callejuelas retorcidas, callejones, la iglesia dedicada a San Nicolás Tolentino y casas peculiares de hechura tradicional, así como restos de viviendas que recuerdan un pasado de mayor esplendor. Se ve muy poca gente y solo se escuchan las voces de niños jugando en algún patio.

La actividad minera ha continuado aquí luego de años poco productivos. Empresas canadienses han vuelto a explotar las vetas, por lo que se pueden observar instalaciones antiguas y recientes que sirven para las labores que arrebatan a la tierra sus productos. Un viejo puente colgante aún se muestra suspendido sobre el arroyo, con sus herrumbrosos cables y sus carcomidas e incompletas tablas, pero no se permite acceder porque ya no se utiliza y existe el riesgo de que se desplome.

El puente colgante.

Silencio y luz acompañan al visitante. La impresión es de estar en un pueblo fantasma, y en algunas áreas se tiene la sensación de estar transportado a otro tiempo, muy remoto, en el que no falta ni el rítmico y firme paso de un caballo, hasta que el ruido de algún motor vehicular y la música que escucha un grupo de jóvenes a la sombra de un árbol nos devuelve a la realidad. Es hora de regresar.

El espacioso interior de la iglesia.
“La Cubana”, ¿antiguo comercio o cantina?

El Cubo, sitio lleno de historias trágicas, orgulloso de su pasado y salpicado de huellas de mejores épocas, queda atrás al caer la tarde.

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