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ENTRE ALTARES Y CAÍDAS

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Año con año, los católicos guanajuatenses se vuelcan para manifestar la fuerza de su fe.

Todo comienza, desde siempre, el Viernes de Dolores. El día que recuerda el llanto de la Virgen María por el martirio de su hijo es la señal de partida para una serie de rituales católicos que, entremezclados con actos festivos, inundan la capital con multitudes en las que, por excepción, los guanajuatenses rebasan en número al turismo masivo y cubren de lado a lado las estrechas y hermosas calles de la ciudad minera.

Multitud en Viernes de Dolores.

Pero el Viernes de Dolores es apenas la antesala. ¡Y qué antesala! Jóvenes de ambos sexos se desbordan ataviados con sus mejores galas. Quienes aún siguen la tradición regalan una rosa, un clavel o un ramo completo a la novia, la esposa o al objeto de su interés romántico. Los aromas florales se esparcen por el aire. Plazas, jardines y callejuelas se llenan de color. Surge la generosidad: aquí, allá, por todos los rumbos, se regalan vasos de agua fresca, nieve, tostadas de ceviche, caldo de camarón y hasta cervezas, al pie de altares levantados a la Dolorosa, repletos de flores.

Jesús, preso en La Compañía.

Sin embargo, ese día es apenas el primer sorbo al cáliz de la fe. El domingo siguiente, campesinos de los alrededores llegarán temprano para tejer las palmas que la gente comprará y llevará a misa para que sean bendecidas, lo que conmemora la entrada de Cristo a Jerusalén, a lomos de un burrito, a principios de nuestra era, según mencionan los Evangelios. Esa palma servirá, además, para proteger al hogar de las influencias malignas del exterior. Por eso se colocan en la parte interior de las puertas de cada casa.

Palmas en Domingo de Ramos.

Los tres días siguientes son una especie de tregua en el fervor revitalizado, ya que el Jueves Santo hay que salir con la pila recargada, pues deben visitarse los Siete Altares, Siete Templos o Siete Casas, en recuerdo de la semana de tortura que vivió el Redentor antes de ser crucificado. No importan las largas filas a la entrada de cada iglesia: niños con sus madres, parejas, ancianos, van de un templo a otro, entre aromas de manzanilla y las miradas golosas de los pequeños que desean un panecillo bendito, que al poco rato devorarán junto con un helado o un refresco, para mitigar el calor que en esta temporada se deja sentir con ganas.

Reparto de manzanilla en Jueves Santo.

El calvario suele ser el regreso, sobre todo para quienes viven en la zona sur. Los camiones, de por sí siempre llenos, se vuelven símiles de latas sardineras; los taxis hacen su agosto en pleno abril. Lo bueno es que son vacaciones: no hay clases y muchos no trabajan.

Fila devota ante el templo de San José.

Aún falta el clímax. El Viernes Santo, Guanajuato se vuelve set jerosolimitano en el que la representación del camino al Calvario por parte de Jesús alcanza tintes dramáticos, en una lección milenaria de sufrimiento, esperanza y redención. La ceremonia tiene varios focos: Cata, San Roque, La Compañía, Marfil; los poblados de Santa Ana y La Luz. Los más pequeños miran azorados a los cargadores vestidos con su túnica de yute, teñida de morado, con el silicio de mecate crudo colgado al cuello, cuyo grosor depende —dicen— de los pecados que se desean expiar. Dado que cubren el rostro con una capucha del mismo color, producen una particular impresión, acentuada porque caminan largos tramos descalzos, sobre un suelo casi ardiente.

Cristo camino del Calvario.

Las “Tres Caídas”, como se conoce popularmente al ritual, representan el camino de Cristo, acompañado de los dos ladrones —Dimas y Gestas—, rumbo al Gólgota, donde serán crucificados, con varias estaciones que rememoran otros tantos episodios: la Verónica que limpia la cara de Jesús, quien deja su rostro impreso con sangre en el lienzo; Simón de Cirene que le ayuda con la cruz, bajo la vigilancia de crueles legionarios… Altavoces colocados sobre un vehículo dejan oír los duros exhortos del sacerdote a ser buenos cristianos y evitar el pecado, aunque al terminar el Viacrucis las familias o los grupos de amigos prosigan la jornada en un día de campo, en el que antaño reinaban el arroz y los chiles rellenos (eso sí, de queso, porque la vigilia se respetaba rigurosamente), con música y bebidas alcohólicas incluidas.

La Verónica, con el lienzo que sirvió para limpiar el rostro del Nazareno.

Antiguamente, el sábado se guardaba luto. En muchas familias no se permitía prender la radio ni la televisión y tampoco bañarse. Las viviendas debían permanecer en silencio. Hoy esos rigores monacales han quedado atrás, igual que la anti ecológica práctica de mojar con agua a familiares y conocidos cuando se abre la gloria, víspera de la resurrección. Al anochecer del mismo día, los más noctámbulos volverán al templo a escuchar las “Siete Palabras”, las últimas frases que dijo Cristo antes de morir en la cruz.

La Basílica, en la noche de las Siete Palabras.

El largo periodo de Cuaresma llega a su fin con el Domingo de Resurrección, la manifestación de la inmortalidad de Jesús, su ascenso al cielo y la promesa de un mundo mejor, ese por el que aún se lucha desde diversos frentes, 2 mil 23 años después.

San Roque en Viernes Santo.

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