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DOMINGOS DE PARQUE HIDALGO

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Estampas leonesas

Cuando había algo de dinero, había que ir al templo del Espíritu Santo por un “carro de sitio” y llenarlo con la familia. Destino: el zoo de Ibarrilla a ver unos leones flacos en jaulas feas o La Estación a mirar la llegada del tren.

            Un lujo mayor era ir al aeropuerto a mirar aterrizar aviones de hélice, contemplados desde la malla, junto a un árbol donde se extendía la manta y mi madre sacaba los sánduiches o las tortas de queso fresco, aguacate y queso de puerco.

            Pero eso pasaba en tiempos de vacas gordas. Lo común era ir en procesión familiar, en soleada caminata por la calle Pénjamo, hasta llegar al Parque Hidalgo, al que llegábamos caminando, para subir a las resbaladillas o hacer rechinar columpios y subibaja.

            Un día tocaba algodón de azúcar, otro día la opción era paleta de limón de carrito de Helados Regios. Manzana caramelizada, duro de harina o dulces y mazapanes. Grandes árboles, parque de besos y arrimones adolescentes por la noche.

Fuente con monumento del Parque Hidalgo (fotografía tomada del perfil de Facebook de Desarrollo Urbano León).

            El Parque Hidalgo se transformó con la ciudad. Pasó de ser la clásica arboleda virreinal a la tradicional alameda porfiriana y sus árboles fueron derribados por el tiempo y la mal llamada “modernidad”.

            Testigo de la lucha municipalista de 1945-1946, de banderas sinarquistas desplegadas, habría de ver reducidas sus dimensiones totales y áreas verdes y llegar a nuestros días como un parque triste, alejado de la alegría del kiosko, sus conciertos de rock urbano y sus domingos de pic nic familiar.

            Inserto en zona verde, cerca del cerro del Calvario —otro emblema leonés—, fue conocido como Paseo del Ojo de Agua. El 1883 se le dio el toque neoclásico porfirista para ser inaugurado como parque de la ya pujante ciudad textilera de León. Recibió el nombre de Parque Manuel González, en honor al presidente de la República en los años de 1880 a 1884, compadre y títere de Porfirio Díaz.

El desarrollo de León se vería frenado por la fuerte inundación de 1888. Muchos residentes perdieron casas y negocios y tuvieron que emigrar. Entre ellos estuvo el grabador José Guadalupe Posada, quien llegó de su natal Aguascalientes a refugiarse a León y a ilustrar periódicos y libros con trabajos a distancia. Su negocio fuerte en León eran las estampitas e imágenes religiosas.

Ante la devastación, propusieron dos proyectos: ampliar el parque hasta el cerro del Calvario, pero no se concretó; el otro sí: construir un quiosco en el centro del parque, fiel al modelo de las alamedas porfirianas.

Al celebrarse los 100 años de la Independencia de México y con un Manuel González de triste memoria, le cambiaron de nombre: Padre de la Patria, pero se le identificó más fácil como Parque Hidalgo.

            Con el siglo XX, la ciudad se recuperó de la inundación de 1888 y empezó a recuperarse de los estragos de la revolución. Ya para la década de 1920 la mancha urbana alcanzó al parque y trazaron nuevas calzadas y merenderos para los visitantes.

            El parque fue escenario de los mítines de protesta contra el fraude en las elecciones municipales de 1945 y preludió a la matanza del 2 de enero de 1946. Luego llegaría el eje avenida en la década de los sesenta y lo partieron en dos para hacer la vialidad hacia el norte y crear infraestructura para la nueva clínica del Instituto Mexicano del Seguro Social; también para los que compraron los alejados terrenos de las inmediaciones del Cerro Gordo, para proyectar una nueva salida hacia Lagos de Moreno y hacerse ricos con los fraccionamientos Panorama y Jardines del Moral.

            El quiosco desapareció y se llegó a construir una concha acústica que fue también espacio para Marduk y otros grupos de heavy metal.

El Parque Hidalgo después de la remodelación de 2020 (fotografía tomada del perfil de Facebook de Desarrollo Urbano León).

            Le pusieron una fuente con monumento, le armaron un paso elevado para peatones y le han remodelado, pero cada vez lo achican más.

            Ahí, donde la chiquillada de las colonias pobres del poniente de la ciudad tenía un área verde y un dominical espacio de esparcimiento, el que fuera lugar predilecto para irse “de pinta”, es ahora un jardín triste, apagado, con pocos árboles grandes, con jardineras disminuidas.

            Las nuevas generaciones ya no te necesitan: tus verdes árboles y tu césped fresco han sido sustituidos por el Iphone. Tus vendedores de globos y algodones de azúcar sólo se asoman por un rato.

            Tampoco están los fotógrafos con su caballito y sus lienzos que tomaban fotos con viejas cámaras estenopeicas. “A ver, niño, voltea para acá; pájarito, pájarito”.

            Ah, pero volver a recordar a Chava Flores: “A Manuela, su retrato / le pidió el novio Fidel / y se fue emperifollada / a retratarse para él” (Salvador “Chava” Flores, El retrato de Manuela).

Y ya cuando la adolescencia llegó y por ahí pasaba y regresaba de la preparatoria oficial, ahí estaban las muchachas para piropearlas. Seguramente me esperaba Céfira (“Vámonos al parque, Céfira, / para ver si encuentras cónyuge; / vámonos al parque Céfira, / yo te llevo, tú respóndeme”. También de Chava Flores: “Vámonos al parque, Céfira”), pero nunca me fijé que ella se fijó en mí.

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