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EN EL INVIERNO DE UNA VIDA 

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Memorias del Corazón III

El maltrato físico, psicológico, el engaño y menosprecio no son sinónimos de amor. Una mujer merece vivir y vivir bien, libre de toda violencia y pre juicio. 

Libertad

Libertad fue una joven capitalina que, allá por el año 1960, solía descender, prácticamente corriendo, los callejones para encontrarse con sus amigas y reunirse en algunas de las plazas públicas de la ciudad en donde reían y eran felices; “todas anhelábamos encontrar a ese hombre que soñábamos nos haría realidad esa frase de ‘vivieron felices para siempre’ éramos cuatro muchachas, luego todo cambió”.

“Efectivamente cada una tomó su camino, yo encontré a Víctor y me enamoré, no veía otra vida que no fuera a su lado. Nos casamos, fuimos felices unos meses, vinieron los hijos y las cosas fueron distintas. Yo siempre pensaba que todo estaba bien y era parte de la vida en pareja”, rememora Libertad al recordar lo emocionada y feliz que se sentía “al estar junto al hombre que amaba”, una etapa de su vida que, dice, sabe que nunca volverá.

Los ojos se le llenan de lágrimas y la tristeza de Libertad se revela ante mis ojos y no puedo evitar como mujer y ser humano conmoverme con su expresión que evidentemente es por la añoranza de un amor que se fue.

Libertad, así llamaremos a quien nos confía su historia de vida; una mujer guanajuatense que a sus 20 años comenzó a vivir maltrato y que, a los 30 años, valientemente rompió con los estándares de lo permitido en la década de los 60, pensara lo que pensara la sociedad ella decidió abandonar una vida de violencia emocional, psicológica y física. Una vida que la hacía inmensamente infeliz.

Hoy a sus 80 años Libertad abrió su corazón y nos comparte algunas de sus memorias, pues dice que ha aprendido que al hablar sobre esa parte de su vida cada vez le duele menos recordar, y ella considera que, aunque un poco tarde, se siente cada vez más liberada.

Para Libertad resulta doloroso reconocer que por años fue víctima de maltrato, de abuso y de humillación. Antes ella no lo veía así, siempre justificaba cada situación pensando que el mal humor de su marido era cansancio por el trabajo, las preocupaciones que genera el dinero y otras tantas ideas que por años invadieron su mente y no le permitían ver que realmente era una mujer violentada y necesitaba ayuda.

“Gritos, desprecios, ser ignorada, a él le gustaba ordenar y que se le obedeciera. Era excesivamente celoso pero me engañaba con otras mujeres. Prohibido hacer escándalo y ventilar que las cosas no eran color de rosa, que la idealización de un amor fiel, eterno y duradero era mera falacia; hacer público que se fracasó en el matrimonio, ni pensarlo, eso estaba muy mal visto. Ante todo el hombre, siempre, tenía la razón”, narra de cómo vivió cuando estuvo con su esposo y desde que eran novios.

Para Libertad resulta doloroso reconocer que por años fue víctima de maltrato, de abuso y de humillación.

Libertad recuerda que desde que se casó y comenzaron las agresiones nunca quiso revelar a sus padres lo que estaba viviendo, reconoce que callar fue por miedo pero sobre todo por vergüenza, en esa época no estaba bien visto ese tipo de quejas y “una mujer casada se debía a su hogar y debía obediencia a su marido”, entonces resignada ante la sociedad y su familia ella mostraba estar bien e irónicamente feliz.

Antes que darle un disgusto a sus padres, Libertad optó por asumir su rol de esposa sumisa y hacía caso a lo que otras mujeres le “aconsejaban” cuando ella, cansada de la situación, intentaba gritar al mundo su infelicidad, “me decían que para qué hacía escándalo, que ante las infidelidades me hiciera como que no sabía, que al final del día yo era la esposa oficial y la que estaba en casa. Que no me faltaba nada económicamente, que me dedicara a mis hijos y no hiciera caso de ideas que dijeran lo contrario. Que si me revelaba todos me verían mal porque sería una mujer sola, abandonada con hijos y nadie me querría; que avergonzaría a mi familia y, resaltaban, avergonzaría a mi marido”.

Porque antes, y quizá hoy también, la mujer tenía y, quizá, tiene que aguantar lo que sea que resulte una vez casada. La mujer tenía que ser prudente y respetar a su marido. Era lo que establecía la misma sociedad. “¿Si no te falta nada para que haces escándalo?, el marido llega de trabajar cansado, hay que dejarlo descansar”, decían. 

Libertad reconoce que, efectivamente, en términos económicos nunca le faltó nada, tenía una casa hermosa, comida suficiente, carro en la puerta, podía darse el lujo de viajar. Siempre con su esposo o, a falta de su marido, sólo con su mamá. Pequeños lujos que no todas tenían y que por ello tenía que pensar bien sus acciones, pues le insistían que le convenía no rebelarse y aguantar.

Descubriendo engaños

Entre viaje y viaje ella descubrió que su marido la engañaba con otra mujer, y fue conociendo que fueron varias veces y con distintas mujeres, que el tiempo que él le decía que pasaba en oficina cubriendo horas extras, era porque se iba a casa de su amante. Incluso los llegó a ver y no le quedó más que “hacer de tripas corazón”, tragarse su orgullo de mujer y mantener apariencias de una esposa ejemplar y abnegada.

“Llegaba de trabajar, comía, descansaba un rato. No le podía molestar en su descanso. De pronto él recibía una llamada y me decía que tenía una reunión. Atardecía y poco faltaba para que oscureciera. Se alistaba, perfumaba y salía. Desde el ventanal veía las luces del coche alejarse. Yo sabía a dónde iba, pero callé y me enfocaba en alistar a los niños para dormir”.

Pero la situación la fue incomodando cada vez más, no era feliz y ya no aguantaba, hasta que decidió que si bien no diría nada, volvería a ver a sus amigas y salir, ser divertida como lo fue hasta antes de su matrimonio. Pero esa fue mala idea para ella.

Aunque los dos disfrutaban de una vida social, él la vigilaba todo el tiempo. Ella no sabe si era porque realmente la quería o era para garantizar que no ventilara la vida de malos tratos que llevaba a su lado.

“De cierta manera hacía un poco de caso a lo que me aconsejaban las esposas de los amigos de mi marido, hacía como que no sabía, trataba de vivir, al fin que no me faltaba nada. Bueno sí, me faltaba amor, respeto, lealtad. Me faltaba sentirme querida, valorada, amada. Me faltaba ser feliz”, lamenta Libertad.

“Pero no me atrevía a salirme de esa vida de apariencias, no tanto por ya no llevar la vida que él me daba, más bien por miedo y vergüenza a lo que dirían mis padres. No podía hacerles eso”, rememora Libertad episodios de esa época dolorosa y hace una pausa; cierra sus ojos y los recuerdos tormentosos siguen llegando a su mente y sólo atina a frotar sus manos.

Suspira y luego me mira y me aconseja “vive y vive bien”, prosigue en una catarsis en la que hablar de sus memorias la hace sentir libre. Entonces Libertad menciona que eran muchas acciones negativas en su contra, las que hacía su esposo: cierto día llegó a su límite y conoció su verdadera fuerza como mujer cuando su marido le propinó tremenda golpiza usando un cinturón con el que le pegó en casi todo el cuerpo y la golpeó de tal manera que ella creyó que la iba a matar y, lo peor, la agresión fue ante un grupo de amigos que se horrorizaron al ver como él no entendía razones, la tiró al piso, le pegó e incluso la pateó.

“Fue gracias a que dos amigos en común, de mi esposo y míos, lo agarraron y apartaron de mí que me pude parar y como pude, salí del lugar en donde estaba y escapé a casa, no sabía qué hacer. Lloré, lloré mucho y muy desconsolada, sentí que el mundo se me vino abajo”.

La familia ideal se acabó

Para Libertad el ideal de familia se desmoronó con cada golpe que su marido le propinó, pero a la vez la llenaba de un coraje y tal fuerza que le dieron el valor para levantar sus pertenencias, agarró a sus tres hijos y se fue, cerca de sus padres, pero pasó más de un año para que ella pudiera comentar que había abandonado su casa y marido. Se limitó a comentar que estaba de vacaciones pero al paso de los meses su mentira ya no fue creíble y habló, contó a sus padres el calvario que vivió. Ella suponía que la regañarían por el fracaso y desobediencia hacia su marido, pero por el contrario sus padres la apoyaron totalmente. Gran sorpresa. Ahí entendió que ella fue, hasta ese momento, esclava de sus propias limitaciones.

Treinta años tenía cuando Libertad se vio sola con la responsabilidad de mantener a tres niños, sus hijos, porque al abandonar a su marido, éste se desentendió de aportar para gastos y no hubo Ley que lo hiciera cumplir su obligación y ella, por orgullo, hizo lo que pudo y sacó a sus hijos adelante. Sin pedir nada a nadie, ella vendía comida en su casa y de ahí, recuerda, sacaba para gastos y alimentaba a sus hijos. Nunca se detuvo, por más de 30 años vivió del gusto por cocinar. 

Hoy, a 50 años de haberse librado de la violencia que ejercía sobre ella su marido, Libertad se cuestiona si quizá de no haber abandonado a su marido hoy ella viviría mejor y con más comodidades. Ella sola se responde y dice “sí, segura estoy que viviría mejor, pero indudablemente sería infeliz”.

Una vez que pasaron los capítulos amargos, Libertad recuerda que si bien se dedicó en cuerpo y alma a cuidar y proveer a sus hijos, de cuando en cuando gustaba de salir divertirse “me gustaba bailar”; uno que otro pretendiente la asediaban pero, reconoce, nunca superó el temor de volverse a enamorar y nunca aceptó a nadie en su vida, sus hijos lo eran todo y siempre que flaqueaba pensaba en si se repetiría la historia y temía por ella y por sus hijos, entonces se negaba a darse otra oportunidad en el amor.

Libertad sugiere a las mujeres que no permitan nunca ser violentadas y reducidas a nada.

Así pasaron los años, ella dedicada a sus hijos, su casa y garantizar el sustento. En cuanto pudo se compró su casa, finca que hoy sigue habitando y no había tiempo para más. Sí para alguna escapada a bailar con sus amigas y quizá algún pretendiente de amorío fugaz pero nada más y, cuando tomó conciencia del paso del tiempo, el invierno de la vida le había llegado y su pelo de cano se tiñó; al espejo su reflejo le mostró cómo las arrugas surcaron su rostro, sus ojos perdieron el brillo de la Juventud. Sus brazos y piernas perdieron fuerza, su paso se volvió lento. Las fuerzas ya no son muchas, ya no sale de casa y lejos quedó aquella muchacha alta, de cara redondeada y enorme sonrisa que solía recorrer los callejones.  

Hoy, luego de tantas vivencias —muchas no contadas aquí—, Libertad se arrepiente de no haber aceptado alguna de las propuestas de matrimonio pues, comenta que, así no estaría sola en el ocaso de su vida. Los hijos se fueron, la visitan, pero reconoce que acompañada en esta etapa de su vida sería mejor. 

Luego de que escapó de las agresiones que vivía con su esposo, Libertad no volvió a saber de su marido. Fue luego de algunos años que él buscó entablar comunicación con sus hijos, para ese momento ella era una mujer fuerte, no flaqueó, y nunca más lo buscó muy a su pesar. Él se casó y tuvo otra familia.

Por ello, con las duras experiencias que vivió, Libertad se atreve a sugerir a las mujeres que no permitan nunca ser violentadas y reducidas a nada, “eso no es amor”, pues resaltó que ella es ejemplo vivo de que aun teniendo todo en contra, sí se puede salir de un mundo de violencia, y sobre todo pide a las mujeres más jóvenes que tomen experiencia de la vida que ella llevó y aprendan que “nada las hace indignas de intentar todo lo que se propongan tantas veces lo deseen, que pueden volver a amar y también equivocarse, pero también, que se graben que no tienen permitido rendirse y, menos, olvidarse de vivir a plenitud cada instante de sus vidas”.

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