“Hay que tener más consideraciones con los muertos, porque pasamos mucho más tiempo muertos, que vivos. Total, en esta vida, todos nacemos para morirnos…”, aconseja el fabricante de cirios a Macario, protagonista de la novela fantástica de B. Traven
Desde que el ser humano apareció en la faz de la Tierra, la muerte ocupa un sitio clave en su incesante quehacer cotidiano. En la historia del país, la muerte ha estado presente en todas las manifestaciones culturales, y los ritos de nuestros ancestros ofrecen una visión de la muerte como generadora de la nueva vida, es decir, el vivir más allá de la muerte.
En el México prehispánico se concebía a la muerte como un proceso natural, como el día y la noche, como la lucha entre Tezcatlipoca y Quetzalcóatl. Veían a la muerte como el inicio de otra vida, como nacimiento de ritos y leyendas, tradiciones y costumbres que se mantienen hasta la actualidad, si bien permeadas por la modernidad y la globalización.
De acuerdo con la investigadora Claudia Patricia Cedeño Vanegas, en esos años antiguos, los difuntos podían ir a tres lugares según las causas de su muerte y su actividad mientras estuvieron vivos: unos ascendían para estar cerca del Sol, otros iban al Tlalocan, y otros al Mictlán donde reinaba Mictlantecuhtli, Dios de los muertos entre los aztecas.
Durante la Época Colonial, señala esa especialista y experta en el tema en su publicación Celebración del Día de los Muertos en México, se concebía a la muerte como un hecho macabro y tenebroso, donde hasta ahí llegaban los anhelos de la vida. En ese entonces, se dieron a conocer los “Epitafios” de Jorge Manrique, antecedentes de las “Calaveritas”.
En el siglo XIX nacieron interesantes litografías de Santiago Hernández, donde el cuerpo humano tomó forma de calavera. Esas litografías influyeron en el grabador Manuel Manilla que en la editorial de Antonio Vanegas Arroyo hizo de la muerte una forma de crítica mordaz que se da a través de las “Calaveras”, versos escritos por el mismo editor.
Luego, José Guadalupe Posada retomó el tema y le dio un nuevo impulso, plasmando su arte en las célebres “Calaveras de Posada”. Así, Manuel Manilla, J. G. Posada y Vanegas Arroyo hicieron de las calaveras una tradición que se celebra hasta hoy de forma chusca, criticando y satirizando al pueblo, a sus gobernantes y a todo lo que está de moda.
De las “Calaveritas”, versos satíricos que ridiculizan a los vivos y a los muertos, no se escapa nadie. “Esta tradición tomó un carácter popular a partir de las hojas multicolores que editaba Antonio Vanegas Arroyo con grabados de Manuel Manilla y José Guadalupe Posada”. Esas hojas se vendían al pueblo en mercados, ferias, y casi en cualquier esquina.
Aunque esas “Calaveritas” tenían en la mira principalmente a los gobernantes y políticos, también personajes de la vida diaria como la tortillera, la molera, la petatera, la tamalera, la panadera, el pulquero y el aguador fueron blanco de esas críticas picantes; a través de esos versos y grabados; la fría parca igualaba a todos, sin distingos de ninguna clase.
En el México moderno del siglo XX, los más afamados muralistas tocaron el tema de la muerte. Diego Rivera, por ejemplo, rindió homenaje a Posada y a su novia “La Catrina” en el mural Sueño de una tarde dominical en la Alameda Central que originalmente estuvo en el Hotel Del Prado de la Ciudad de México, derribado por el sismo de 1985.
Actualmente, ese mural pintado en varios bastidores y que milagrosamente se salvó de la destrucción del terremoto del año señalado, tiene su propio recinto a unos pasos de donde estuvo el Del Prado, a un costado de la Alameda Central. Se llama “Museo Mural Diego Rivera” y está abierto a todo público. La obra luce imponente a los ojos de todo visitante.
David Alfaro Siqueiros hizo lo propio en su mural La muerte de un trabajador, pintado en el Hospital de la Raza de la CDMX en 1958. José Clemente Orozco también tocó el tema en su mural Fuente de la vida, en el Colegio de Dartmouth, en Hanover, Estados Unidos. La triada no vio a la muerte desde una óptica festiva sino en tono combativo.
Además, el refranero popular mexicano es rico en opciones cuando de la muerte se habla. Se le conoce como “La Pelona”, “La Pepenadora”, “La Huesuda”, “La Catrina”, “La Tía de las muchachas”, “La Tilinga”, “La Madre Matiana”, “La Tiznada”, “La Igualadora”, “La Copetona”, “La Mocha”, “La Flaca”, “Patas de hilo” y de muchos modos más.
Proliferan textos literarios sobre ella. Dicharachos como “Contra la muerte no hay ley, mata al papa, mata al rey”, “El muerto al pozo y el vivo al gozo”, “Genio y figura hasta la sepultura”, “El que por su gusto muere hasta la muerte le sabe”, “Muerto el perro se acabó la rabia”, y “El que a hierro mata a hierro muere”, son ejemplos del rico refranero.
La muerte está tan segura de alcanzar a todas las personas en este efímero mundo, que a cada cual le da una vida de ventaja, pero eso sí, cuando le toca, aunque se quite y si no le toca, aunque se ponga. Lo cierto es que de gordos y tragones están llenos los panteones y nadie niega que es mejor que le digan “aquí corrió que aquí murió”. Así lo dice el dicho.
El cronista musical Chava Flores cantó: “Cuando vivía el infeliz, ya que se muera, y hoy que ya está en el veliz, qué bueno era”. Por su parte, “La Valentina”, canción del dominio público, grita a los cuatro vientos que “si me han de matar mañana, que me maten de una vez”, y en “El jinete”, de José Alfredo Jiménez, un hombre pierde a su amada y ya no quiere vivir más.
La filmografía al respecto es amplia. ¿Ejemplos? Macario (1960) protagonizada por Ignacio López Tarso y Pina Pellicer. Se rodó en escenarios de la ciudad de Taxco, las Grutas de Cacahuamilpa y la Laguna de Zempoala. Es una fantasía dramática dirigida por Roberto Gavaldón con guion de Emilio Carballido sobre la novela homónima de Traven.
Hasta el viento tiene miedo (1968) es la película más famosa del director Carlos Enrique Taboada. Actuada magistralmente por Marga López y Maricruz Olivier, la cinta es de un horror gótico que realmente espanta. Un año después, 1969, Taboada volvió a asustar al público con El libro de piedra, y lo que pasa en una vieja casa en el campo.
Veneno para las hadas (1986) cerró la trilogía de ese director y narra la vida de dos niñas, Flavia y Verónica, quienes viven una aventura que termina en drama. La historia está recubierta con brujas y poderes sobrenaturales. La lista de manifestaciones artísticas sobre el tema es larga y el espacio breve. Hablar de la muerte llevaría una vida.