Del vuelo de Benito León Acosta al festival de
León, los aerostatos hechizan en Guanajuato.
Corría el día 29 de octubre de 1842, cuando una multitud expectante se congregaba en la plaza principal de León, Guanajuato, donde un inmenso globo se inflaba poco a poco, al influjo del aire caliente. Una vez que la burbuja de tela se hinchó al máximo, un joven se encaminó a la canastilla del aparato. Serio y circunspecto, trepó y ordenó soltar las amarras que lo mantenían en tierra. El artefacto se elevó despacio, hasta perderse de vista. Una hora después, descendió en la hacienda de Santa Rosa. Más tarde, la entusiasta población le rindió un clamoroso homenaje.
Benito León Acosta, protagonista del episodio, había nacido el 12 de abril de 1819 en la ciudad de Guanajuato. Dos décadas después, estudiaba en la Escuela de Minería de la Ciudad de México. El 3 de abril del mismo 1842 se había convertido en el primer aeronauta mexicano, elevándose desde la plaza de toros de San Pablo, para tocar tierra, pasada media hora, en la calle Niño Perdido, ante el asombro general. Su hazaña impresionó tanto al presidente Antonio López de Santa Anna, que le otorgó la exclusividad para volar en globo durante tres años.
El viaje en León narrado líneas arriba fue el cuarto de su incipiente carrera. Antes había llevado a cabo otros en la capital del país, y posteriormente efectuó varios más, entre ellos uno desde Guanajuato que, planeado para finalizar en Dolores Hidalgo, fue desviado de su trayectoria por el viento, de tal forma que el osado piloto se vio obligado a descender por una cuerda en la sierra de Santa Rosa, mientras que el ingenio aéreo fue a parar hasta Río Verde, San Luis Potosí.
Noviembre de 2022. Dos centenares de globos, de todas formas y colores, se apiñan sobre las aguas de la Presa del Palote, dentro del Parque Metropolitano de León. Esta vez, son centenares los testigos que se acurrucan al clarear el día. Ya no se agasaja como antes a los modernos aeronautas, pero el impacto del evento es de tal magnitud que produce pingües ganancias, pese a que los aparatos, con todo y sus innovadores diseños, son herencia de una nostálgica era ya desaparecida.
Todo comenzó el 5 de junio de 1783, en París, cuando los hermanos Joseph-Michel y Jacques-Étienne Montgolfier lograron elevar, con humo, un globo no tripulado. Solo dos meses después. J.A.C. Charles y los hermanos Anne Jean y Nicolas Louis Robert repitieron la proeza, pero esta vez con un aerostato impulsado por hidrógeno, desatándose así una competencia entre “Montgolfieras” y “Charlières”.
El 19 de septiembre del mismo año, el rey Luis XVI autorizó un vuelo desde el Palacio de Versalles, en el que viajaron una oveja, un gallo y un pato. No se sabe qué pasó con los animalitos, pero sí el destino del monarca: perdió la cabeza, guillotinado, durante la Revolución Francesa, no sin antes haber sido testigo del primer viaje tripulado, el 21 de noviembre de 1783, a cargo de Jean François Pilatre de Rozier y François Laurent, marqués d’Arlandes, quienes habían partido del Bois de Bolougne.
Los partidarios de los “Charlières”, o sea de los globos impulsados por hidrógeno, igualaron la gesta apenas 12 días después, con un recorrido a cargo de Charles y Nicolas Louis Robert, desde el Palacio de las Tullerías. A partir de entonces, los viajes en esos artefactos cobraron impulso. Así, el 7 de enero de 1785, Jean-Pierre Blanchard logró surcar el Canal de la Mancha y, ocho años más tarde, el 9 de enero de 1793, llevó a cabo el primer vuelo en América, sobre la ciudad de Filadelfia.
Sin embargo, México debió esperar casi medio siglo antes de poder presenciar un espectáculo semejante, no sin que antes los ansiosos espectadores sufrieran un par de chascos, debidos a un francés llamado Adolphe Teodore, de Lyon, quien provocó grandes pérdidas al empresario que lo promovió, don Manuel de la Barrera, con dos intentos de vuelo fracasados en 1833, pues por más esfuerzos que hizo, su globo jamás llegó a inflarse y mucho menos a volar.
Acicateado por el enojo y las burlas de que fue objeto, De la Barrera trajo a otro aeronauta, el también francés Guillermo Eugenio Robertson, con el propósito de sacarse la espina. El galo tomó las providencias necesarias para no fracasar en el delgado aire del Valle de México, logrando subir hasta 3 651 metros con su aparato, el 12 de febrero de 1835. La población y las autoridades, emocionadas, le obsequiaron no solo aplausos, sino banquetes y condecoraciones.
La primera persona mexicana en subirse a uno de esos volátiles artefactos fue una mujer. La joven, cuyo nombre no se hizo público para protegerla de las habladurías, acompañó a Robertson el 13 de septiembre de 1835, hasta Mixcoac, a donde piloto y pasajera llegaron sanos y salvos, para luego volver por tierra a la Ciudad de México, donde la angustiada familia de la dama los esperaba con ansiedad.
Siete años transcurrieron para que, por fin, el guanajuatense Benito León Acosta colmara los deseos nacionalistas, convirtiéndose en el primer mexicano en dirigir un aerostato, previa ayuda de dos catedráticos de la Escuela de Minería: el químico Manuel Herrera y el cosmógrafo Tomás Ramón del Moral. El impacto del acontecimiento fue tal, que el bardo Fernando Calderón le dedicó un poema, una de cuyas estrofas dice:
¡Gloria, Gloria!, corona al mexicano,
al aeronauta que en sublime vuelo
osó valiente remontarse al cielo
en balón frágil por el aire vano…
Pero aún faltaba otro personaje para redondear la historia. El mismo año en que se promulgó la Constitución de 1857, llegó a nuestro país el estadounidense Samuel Wilson, quien con un globo al que nombró Moctezuma realizó una ascensión el 14 de junio y una segunda el 17 de agosto, en la que llevó como pasajero a un joven de nombre Joaquín de la Cantolla y Rico, quien con el paso de los años se convertiría en el más famoso aeronauta del país y sería el creador de los pequeños globos de papel que aún suelen lanzarse en las fiestas populares.
Este Cantolla, sin embargo, debió pasar primeramente un trago amargo el 10 de noviembre de 1863. Al ascender en su aparato, también de nombre Moctezuma, una de las cuerdas con que estaba atado se enredó entre las piernas de un sastre llamado José Mercedes Avilez. El infortunado fue elevado hasta una altura de 500 metros, desde donde atravesó el techo de madera del Palacio Nacional y luego cayó al piso. Sobrevivió solamente unas pocas horas.
Mucho después, en 1899, en ese mismo artefacto se mataría el acróbata Tranquilino Alemán. La hermana del infortunado, Eride Alemán, se convertiría tiempo después en la primera mujer aeronauta del país. Años antes, en febrero de 1870, el trapecista Adolfo Buislay, del Circo Ecuestre, Gimnástico, Acrobático y Aeronauta, falleció tras caer de un globo, a 50 metros de altura, sobre la plaza de toros de Paseo Nuevo.
Pese a esas y otras tragedias, los vuelos aerostáticos se volvieron casi rutinarios. Cantolla, ya famoso, estrenó un nuevo globo, el Vulcano, en diciembre de 1867. También son dignas de recordarse las ascensiones hechas entre 1855 y 1856 por el artista Casimiro Castro, quien gracias a esos vuelos pudo hacer tres originales litografías que aparecieron en el álbum México y sus alrededores. Otro destacado piloto guanajuatense de ese tiempo fue Félix Morales.
El famoso Joaquín de la Cantolla, ya anciano y retirado, convenció a Alberto Braniff, primer aviador de Hispanoamérica, de que lo llevara en un último vuelo. A bordo de un moderno aparato del tipo Gordon Bennett, ambos personajes surcaron el espacio en 1914 hacia el Valle de Chalco, donde acampaban las fuerzas zapatistas del general Genovevo de la O, que intentaron bajar el aerostato ¡a balazos! El ejército impidió un daño mayor, pero el susto fue demasiado para el veterano aeronauta, quien sufrió un derrame cerebral y falleció a los pocos días, dando fin así a la heroica época de los viajes en globo.
A finales del siglo pasado, un defeño asentado en Guanajuato, de nombre Marco Antonio Rodríguez Linares, junto a otros entusiastas aeronautas, crearon un Festival Internacional de Vuelo en Globo, con sede en la hermosa e histórica ciudad minera. Al frío amanecer del 20 de noviembre de 1992, 11 aerostatos se alinearon en la unidad deportiva “Juan José Torres Landa”, antes de cobrar forma al influjo del aire caliente. Pronto, refulgieron los gajos translúcidos, ante unos pocos madrugadores. Al clarear el día, comenzaron a elevarse. Los guanajuatenses que ese día se dirigían a sus actividades vieron de pronto, admirados, cómo aparecían, detrás del Cerro de San Miguel, una serie de globos multicolores que saludaban a la ciudad desde las alturas, 150 años después del primer vuelo realizado por Benito León Acosta.
Con el paso del tiempo, el festival alcanzó tal popularidad que las autoridades decidieron trasladarlo a León, ciudad con mayor movimiento económico, donde se realiza desde el año 2002. Allí, en las orillas de la líquida superficie de la Presa del Palote, al elevarse continúan hechizando a los miles de asistentes, igual que hacían en los románticos y lejanos tiempos del nacimiento de la aeronáutica.