“—¿Qué les parece este lugar? —preguntó Malagón— ¿no es verdaderamente diabólico?”
“En ‘El Gran Cañón del Colorado’ todo era rojo, las paredes, las mesas, las sillas, la hielera. En el piso había serrín y huesos de manitas de puerco. Nos sentamos en una mesa redonda; en el centro de la cantina. La luz fluorescente nos hacía parecer todavía más cadavéricos de lo que estábamos”.
Así describe Jorge Ibargüengoitia la cantina de su fantasía literaria, inspirada en “El Cañón Rojo”, adonde acudía la comunidad intelectual universitaria en las décadas de 1960 y 1970. Desde 1982 fue traspasada y cambió su nombre a “Los Barrilitos”.
Hoy es una cantina sin aserrín en el piso, con entradas por La Escondida y Benito Juárez. Sus puertas de vaivén (batwing) de madera se distinguen por tener grabados unos barrilitos. Tampoco es completamente colorada. Una larga y firme barra la domina. Tiene abajo su canaleta que el mito popular dice que era el “meadero”. Era para escupir, aclara su administrador. Atrás está la contrabarra, donde lucen botellas de mezcal, tequila, rones, brandis y otros clásicos. Tiene un estrecho corredor con tres a cuatro mesas donde las y los comensales se apiñan. Al fondo, en el lado derecho, está el llamado “rincón de los borrachos”, la rocola, donde suena “Despedida”, con Bienvenido Granda. Al fondo a la derecha está un mingitorio, a vista abierta, a donde clientes y paseantes pasan a dejar “su firma”. Ibar prosigue:
“El Colorado, que conocía a Malagón y lo trataba de licenciado, se acercó a pasar el trapo y a preguntar qué queríamos. Malagón, que tomaba muy en serio su papel de anfitrión, propuso que para contrarrestar los efectos del cognac, tomáramos algo refrescante; un changuirongo, que es tequila con cocacola”.
Si El Colorado alguna vez existió, debió ser don Jesús Valadez, el primer propietario de la cantina que daba a la entrada del Callejón de La Escondida. Más arriba está el Callejón El Cañón Rojo. El que ahora atiende a la clientela, mayoritariamente mezcalera y cervecera, es el actual administrador de Los Barrilitos, Javier Galván Ramírez.
En “Los Barrilitos” de hoy, la especialidad no es el changuirongo. Su distinción es un mezcal de Jaral de Berrios, municipio de San Felipe, y la cerveza, con su respectiva botana cocinada de manera casera, como en los tiempos de El Colorado.
Javier Galván Ramírez es un ibargüengoitiano. Ha leído Estas ruinas que ves, Relámpagos de agosto, Los pasos de López y el resto de las novelas. Fue, en su juventud, cuando estudió Ingeniería de Minas en la Universidad de Cuévano, cliente de “El Cañón Rojo”.
Narra la historia del lugar:
La cantina “Los Barrilitos” estaba tradicionalmente en Tepetapa (Tepetates según Ibargüengoitia). Primero estuvo en el número 21 y luego pasó al número 52. Inició con ese nombre el 24 de febrero de 1962. Antes se llamaba “Río Rosas” y era una cantina muy pequeña, paupérrimamente amueblada.
“Los Barrilitos”, al igual que “El Cañón Rojo”, pronto se hizo preferida por mineros y estudiantes de la zona más popular de la ciudad, aunque éste último tenía la ventaja de estar más cerca de la Unidad Belén y tenía por clientes cercanos a estudiantes y profesores de ingeniería civil, minas y arquitectura.
La comunidad de Derecho, Filosofía, Letras, Historia, Química, Contabilidad y otras ubicadas en el Edificio Central y sus inmediaciones acudían a El Incendio, de don Gustavo Bustamante, que se ubicaba en la calle de Ayuntamiento, pero que luego sería mudada a Cantarranas, frente al Teatro Principal; acudían al café de Carmelo, donde se les vendían bebidas espirituosas también y acudían chicas a ofrecer clases de anatomía empírica a cambio de monedas, según relata el entrevistado.
—¿Aquí habrán estado José Alfredo Jiménez (es zona de paso hacia Dolores Hidalgo) o Jorge Ibargüengoitia? —se le inquiere.
—No hay nada que así lo indique —responde categórico—, sólo sé que era cantina tanto de universitarios como de mineros.
Y, efecto, el joven Javier, cuando estudiaba Ingeniería en Minas, llegó a acudir a ese centro de libación. Si Ibargüengoitia o el vate de Dolores fueron a “El Cañón Rojo”, sólo recuerdos más veteranos lo pueden saber.
El 2 de mayo de 1982, don Jesús Valadez traspasó “El Cañón Rojo” al padre de Javier y empezó una nueva era. Una de sus hermanas es la propietaria formal ahora y él es el administrador en esa cantina ubicada cerca donde pasó su infancia: El Cantador. El entrevistado nació en la casa número 50 y el jardín fue su gran patio de juego en su niñez. Ahora vive en una casa antigua y grande en la Calle Juan Valle.
Vio la luz el 8 de julio de 1955 y tenía 18 años cuando se le asignó estar a cargo de la cantina, refugio de la antigua banda minera. “Los Barrilitos” fue el lugar de “despacho” de intelectuales locales como Carlos Gaona y otros que, por prudencia, omite mencionar Javier.
Añade que “Los Barrilitos” suele ser visitada por gente que leyó a Ibargüengoitia y acuden a verificar cómo es el lugar donde estuvo “El Gran Cañón del Colorado”. Hay gente que recorre a Guanajuato para saber dónde están los lugares que son parte de Cuévano, afirma.
Ahora van menos estudiantes de las ingenierías, pero son más frecuentes los de Valenciana: Filosofía, Letras Hispánicas e Historia. El mezcal, la cerveza y las micheladas son su pasión. Es un lugar para “chupar tranquilos”, donde “se hace la chorcha” con la charla, explica Javier.
Además de ser centro de convivencia de parroquianos y estudiantes, “Los Barrilitos” mantiene la tradición de ser el espacio “que cumple una función pública”, donde los transeúntes acuden a orinar de pasada, sin necesariamente consumir. Antes lo hacían los que iban a la Central de Autobuses, ahora mientras llega el urbano.
Por eso se recuerda la escena de Estas ruinas que ves:
“El Colorado agarró del brazo al intruso, lo obligó a levantarse y lo condujo sin violencia, pero con mano firme, a su lugar, asintiendo con la cabeza a las quejas que el otro le daba. —Primero me dijo que era mi amigo y ahora ya ni se acuerda de mí. Se quedó, un rato en su lugar más melancólico que antes, contemplando la injusticia social. No volvimos a acordarnos de él hasta que Carlitos Mendieta pegó el grito: —¡Ave María Purísima! Juanjo se había puesto otra vez de pie y en ese momento se preparaba para mear sobre nosotros. Nos levantamos de un brinco y corrimos hacia un rincón, para evitar el riego”.
Por fortuna, eso no se repitió en “Los Barrilitos”. Un parroquiano entró, saludó y pasó hasta el fondo. El crispar del chorro urinario se perdió entre el mar de voces y el ruido de automotores. Terminó, llegó hasta donde estábamos, saludó de nuevo y salió. Sólo sacudió su palma derecha para despedirse. Menos mal que no saludó de mano.