Hace medio siglo, José Alfredo emprendió el
postrer viaje a través de la enorme distancia.
“Ese pueblo de Dolores, ¡qué bonito!”
Allí, la vida se mueve al ritmo de sus canciones. Cierto que en el paisaje urbano predomina la inmensa mole de la Parroquia, esa donde Hidalgo se lanzó en salto mortal y sin red de protección contra el gobierno virreinal, lo que acabaría costándole la cabeza -literalmente- a él y a tres de sus camaradas. También es verdad que los visitantes se arremolinan ante los vendedores de nieve del jardín, que ofrecen sabores insólitos. Sin embargo, la ciudad de Dolores atrae sobre todo porque evoca ciertos ritmos, notas y letras que son parte del sentimiento nacional, todas ellas obra de José Alfredo Jiménez.
El 23-11-23 se cumplen exactamente 50 años del fallecimiento del que es, probablemente, el compositor más escuchado y conocido en la historia de México. Medio siglo después de su muerte, sus melodías aún se versionan una y otra vez por músicos de cualquier edad y género. Cuando las escuchamos, de inmediato nos dan ganas de cantar, brindar y hasta de enamorarse, con todo y el riesgo que ello conlleva por aquello de “…no me quieras matar, corazón”.
Un gran porcentaje de los miles de turistas que visitan Dolores Hidalgo lo hacen por conocer el entorno en que creció al que llamamos, a secas, solo José Alfredo. Así que el museo dedicado a su memoria y el mausoleo donde sus restos descansan ven pasar día con día un largo desfile de admiradores de quien sigue siendo “El Rey”, aunque Televisa quiera colocar tal título a otro charro de Huentitán, Jalisco, cuando, si acaso, podrían disputarle la corona solo Agustín Lara o el divo Juan Gabriel.
La casa donde Jiménez vivió durante su infancia, hoy museo, es una muestra de las viviendas tradicionales que abundaban en los pueblos del norte del estado: un zaguán seguido de un patio-corredor bordeado por las habitaciones, con la cocina, el pozo de agua y una huerta o jardín al fondo. Allí, en una serie de pequeñas salas, se muestra la vida del autor, su niñez como hijo de un conocido boticario, el traslado a la Ciudad de México y su etapa como futbolista del equipo Marte, donde disputó el puesto de portero a otro personaje legendario, Antonio Carbajal.
“Cuatro caminos, hay en mi vida, ¿cuál de los cuatro será el mejor?”
Si bien perdió ante la Tota la disputa, estrictamente deportiva (en realidad eran grandes amigos), encontró por otro lado sentido a su existencia en la creación musical… pero sin música. En un caso quizás único para la historia, José Alfredo componía sin saber ni aprender a tocar ningún instrumento. Armaba sus versos con la melodía y la armonía que sonaban en su mente, marcando el compás con silbidos y el ritmo con sus dedos, por lo que resulta increíble que, con esa limitación, recibiera alguna vez la oportunidad de grabar sus creaciones. Y sin embargo, en un afortunado golpe de suerte, así fue.
No se tiene certeza de cómo fue que Andrés Huesca y su grupo Los Costeños escucharon al guanajuatense cantar una canción. Lo que se sabe es que, a finales de los años 1940 José Alfredo trabajaba como mesero en un restaurante de la capital del país, llamado “La Sirena”. Según algunos, fue allí donde ocurrió el episodio; según otros, sucedió en una fiesta particular. El caso es que esa melodía, titulada simplemente Yo (“Si ahora me quieres, si ahora me engañas, yo te abandono pa’ estar parejos…“), le gustó tanto a Huesca que decidió grabarla. Fue un éxito rotundo.
Dos años después, en 1951, registró canciones por vez primera, incluidas algunas de sus obras maestras: La que se fue, Ella, Cuatro caminos, Cuando el destino, Esta noche y Qué suerte la mía, entre otras. Un amigo y compadre suyo, Miguel Aceves Mejía, dotado de una voz extraordinaria, las grabó y dio a conocer al público, que las escuchó encantado. Se había abierto el camino del triunfo artístico.
Se suceden los hits, uno tras otro: Serenata sin luna, Te vas o te quedas, Guitarras de media noche, Serenata huasteca, Paloma querida, dedicada a su primera esposa, y Canta, canta, canta (“Te voy a dedicar otra canción, a ver si me devuelves tu cariño, ya vengo de rezar una oración, a ver si se compone mi destino…”). Poco después, inicia una estrecha colaboración con Rubén Fuentes, director artístico del Mariachi Vargas de Tecalitlán, quien se convertiría en el arreglista por excelencia de las melodías josealfredianas. A partir de entonces, la gente identificaría sus piezas más famosas desde los primeros acordes.
“Si nos dejan, nos vamos a querer toda la vida…”
Jiménez compone, con un lenguaje sencillo, pero utilizado de forma magistral, a la mujer, objeto del amor masculino. Sus melodías se aderezan con alcohol: llorar las penas románticas en una cantina, junto una copa de vino o una botella de tequila, se vuelve un leit motiv y una calca de su vida real. También lo domina un sentido profundo de fatalidad. En su filosofía musical, de nada sirve la voluntad personal ante una especie de predestinación, generalmente trágica (“…pero ya estaba escrito, que aquella noche… perdiera su amor“).
Los cantantes más famosos del país pelean entonces por sus canciones: igual Jorge Negrete interpreta El hijo del pueblo que Pedro Infante lo hace con Despacito. Aceves Mejía hace alarde del falsete en Serenata huasteca, mientras Luis Aguilar entona El Mala estrella. Javier Solís realza Llegando a ti, en tanto que Lucha Villa se sublima con Amanecí otra vez. El mismo José Alfredo se anima a grabar éxitos que van de El perro negro a Llegó borracho el borracho. Antonio Aguilar, Lola Beltrán, Francisco Charro Avitia, Chavela Vargas, María de Lourdes, María Dolores Pradera, Vicente Fernández, Plácido Domingo, Joaquín Sabina, Luis Miguel, se suman a los numerosos intérpretes que ha tenido con el paso del tiempo.
El dolorense diversifica los géneros. Aunque predominan las rancheras, como La Media vuelta o Alma de acero, también hace huapangos, valses (Corazón, corazón), repasa el bolero (Si nos dejan) y hasta se da tiempo de acompañarse con banda para hacer un Corrido a Mazatlán y otro a un vehículo metamorfoseado en caballo blanco, ese que “salió un domingo de Guadalajara… y no quiso echarse hasta ver Ensenada”. Toda una lección de la geografía del occidente de México.
Y sobre todo, Jiménez se identifica con el pueblo, con la gente pobre a la que, en su desesperación o tristeza por los fracasos en la vida o el amor, solo le queda cantar, aunque también hay ratos en los que el romance se impone (“¡Cuánto me debía la vida, que contigo me pagó!”), si es en medio de la noche, qué mejor: “Pero has de sentir mis besos, y yo he de sentir los tuyos, y hemos de quedarnos presos a la luz de los cocuyos…“.
“¿Cómo puedo pagar?
que me quieran a mí
por todas mis canciones?”
“Ya me puse a pensar
y no alcanzo a cubrir
tan lindas intenciones”.
Una vez consagrado, crea un himno para su tierra en Caminos de Guanajuato. Compone la excelente Si nos dejan y resume su existencia con El rey. Al final de su vida, irremediablemente condenado por la cirrosis, parece despedirse del mundo con Gracias, en la que nuevamente muestra la cercanía que tiene con el pueblo.
Aun con el despliegue de modernos elementos técnicos, el museo que su ciudad le ha dedicado es notoriamente insuficiente para abarcar las múltiples facetas del talento que poseía, pero permite asomarse a su intensa vida. Trozos de sus canciones suenan a cada paso. Los visitantes tararean las letras que plasman el sentir de los mexicanos, esos que, mucho tiempo después, siguen levantando sus copas o cervezas para cantar La que se fue, A la luz de la Luna o expresan a todo pulmón que
“Con dinero y sin dinero,
hago siempre lo que quiero
Y mi palabra es la ley…
No tengo trono ni reina,
ni nadie que me comprenda,
pero sigo siendo el rey”.