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LA VIDA ES CUENTO

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POR José Luis Durán King

Una historia que me impactó, la leí en un cuento de 32 páginas: Iván Rakitín. El Landrú ruso. quien mataba a través de la sugestión, valiéndose de las fobias de las mujeres con las que compartió lecho y a las que despojó de sus fortunas

En mi casa podía faltar comida, pero no cuentos, que era como llamábamos mi hermano y yo (y creo que todos los que nacimos en algún momento de la década de los 50) a los que hoy se conocen como cómics.

Un gran periodo de la primera parte de mi infancia estuvo vinculada a esas publicaciones de 32 páginas. Y espero que mi hermano no se moleste por ventilar algunos recuerdos, pero él, quizás de unos ocho o nueve años, atendía en vacaciones un puesto de periódicos en la esquina de Mar Tirreno y Mar Negro, en la colonia Tacuba de la Ciudad de México. Justo al mediodía, yo caminaba hasta el puesto de periódicos, cargando una jarra con agua de limón y una torta que mi madre había preparado para Manolo (Víctor Duran King), mi hermano. Ahí me quedaba con él ojeando los cuentos sin maltratarlos. Cerca de las dos de la tarde, Manolo recogía el puesto. Yo lo ayudaba. Guardábamos cuidadosamente en una caja de madera aquel universo de papel, color y aventuras y transportábamos en un carro de baleros el paquete hasta la calzada México-Tacuba, donde el propietario del puesto hacía cuentas con mi hermano y le pagaba su comisión.

Y si arriba escribí que “veíamos” los cuentos es porque así era. Antes de aprender a leer, sólo los ojeábamos, los veíamos, intentando comprender la trama a través de los dibujos. Para mí, todo cambió una vez que acompañé a mi hermano a la casa de unos de sus amigos de apellido Zorrilla, quienes vivían a unos metros del mercado de Tacuba.

Mientras mi hermano y los Zorrilla jugaban, me senté en un sofá al lado de una mesa con decenas de cuentos. Yo tenía unos seis años. Cuando ojeaba las publicaciones, otro de los compañeros de mi hermano, de apellido Vega, pasó caminando frente a mí y me dijo: “No los veas nada más; léelos, te gustarán más”. Así lo hice y un mundo nuevo se inauguró ante mí. Tardaba en leer cada una de las historias, pero jamás me importó.

En ocasiones, a causa de que mis padres trabajan dos turnos, mi tío Ventura llegaba a la casa a cuidarnos. Mientras el tiempo transcurría leíamos varios cuentos. Cuando acabábamos con la dotación de historias, mi tío tomaba varios cuentos e íbamos al mercado de Tacuba a cambiarlos en los puestos donde vendían números atrasados. Ventura pagaba una pequeña cantidad de dinero y regresábamos, con un nuevo cargamento de fantasías.

Cada quien tenía sus cuentos favoritos, incluso mi madre y mi padre. A ella le gustaba Lágrimas, risas y amor, a él Tradiciones y leyendas de la Colonia. A mi hermano y a mí nos gustaba Fantomas y uno llamado Joyas de la literatura. Fue en este último donde leímos La gallina degollada de Horacio Quiroga.

Sin embargo, una historia que me impactó, y hasta ahora la recuerdo perfectamente, fue la de Iván Rakitín. El Landrú ruso. Ignoro si existió ese hombre, pero, de ser así, qué personaje. Resulta que el señor Rakitín mataba a través de la sugestión, valiéndose de las fobias de las mujeres con las que compartió lecho y a las que despojó de sus fortunas. Generalmente elegía a sus víctimas entre las damas de la nobleza rusa. Una vez que se enteraba de la fobia que padecía su presa en turno, el individuo montaba un escenario nocturno de terror que terminaba por infartar a su respectiva pareja. El problema es que la policía sospechó cuando se percató que Rakitín enviudaba con mucha frecuencia, por lo que inició una investigación que derivó en una orden de detención. Mientras el sospechoso se rasuraba vio llegar a los agentes. Se aterrorizó tanto que, frente al espejo, terminó muriendo de un infarto.

(FOTO: Tomada de la página de Maer/ Pinterest)

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