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TEMPLOS, MINAS… Y CUERVOS

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Itinerario hacia el profundo silencio de San

Ignacio, San Pedro Gilmonene y Mexiamora

Un graznido anunció su presencia. Al principio era solo uno, que volaba alto, en círculos, por encima de los árboles y de nuestras cabezas. Se le unió uno más, y otro, y otro. Pronto eran seis, ocho, doce. Pero lo más preocupante es que, minuto a minuto, planeaban cada vez más bajo, cada vez más cerca. Pronto, se pudo apreciar su gran tamaño. El azul oscuro de su plumaje adquiría, según se acercaban, tonos y reflejos siniestros. ¿Atacan los cuervos a la gente? No era cuestión de averiguarlo, así que decidimos re empacar los víveres y huir… no tan graciosamente.

Los árboles fantasmales.

Todo comenzó en Sangre de Cristo, poblado ubicado a la vera de la carretera que va de Guanajuato al Cerro del Cubilete, y punto de partida del camino que lleva a los antiguos minerales de San Ignacio, San Pedro Gilmonene y Mexiamora. Una vieja ruta de terracería, que los canadienses han revitalizado para poder explotar las riquezas del subsuelo, muestra de entrada árboles decorados con figuras “fantasmales” que dan más risa que miedo, parte del olvidado programa gubernamental Pueblos del Misterio, que pretendía impulsar el turismo en la zona.

La vía transcurre por una loma bordada de hierbas, secas en esta temporada. El aire es frío a esa altura, pero el Sol brillante y la caminata permiten que el cuerpo entre en calor. Pocos kilómetros adelante, se atraviesa la pequeña comunidad de San Ignacio. A la izquierda, se avista a lo lejos la moderna explotación minera, y unos metros más allá están los restos de la antigua: una torre que muestra en lo alto la rueda giratoria de lo que fue el malacate, y el pequeño muro de lo que era el tiro, hoy cubierto para evitar que algún incauto caiga a las profundidades.

El malacate y el tiro de la mina de San Ignacio. En la foto contigua, una carreta decora los restos del antiguo poblado.

En seguida, un área arbolada anuncia al San Ignacio ancestral. Queda poco, pero espectacular: una iglesia neoclásica construida a mediados del siglo XIX, según reza la placa correspondiente, dotada de un pequeño campanario cúbico que contrasta con una torre cilíndrica al otro lado. A un lado, se encuentran las ruinas de lo que fue la hacienda: una portada en arco, de cantera rosa y con adornos florales, bajo la cual apenas se sostienen las hojas de una carcomida puerta, en medio del muro. Una carreta complementa la decoración del conjunto, donde predomina un silencio imponente, que no osan interrumpir ni los perros que allí deambulan.

Templo de la Inmaculada Concepción y la ex hacienda en el antiguo San Ignacio.

Poco después, se entra en una zona cubierta de encinos, un jirón de la Sierra. Allí se asienta el pueblecito de San Pedro Gilmonene. Sobre una cuesta, destaca un torreón de piedra que adorna la esquina de una casa, y enfrente se levanta el templo de San Pedro de Alcántara, pequeño pero interesante. Luce, a manera de campanario, una cresta con tres arcos que tienen, cada uno, su respectiva esquila. Al costado, las ruinas de otra capilla, protegidas por la sombra de un árbol doblado por el viento.

Un esbelto torreón en San Pedro Gilmonene en la primera fotografía. En las siguientes fotografías, Iglesia de San Pedro Alcántara y ruinas de la capilla.

La ruta se estrecha y ahora avanza entre encinos, fresnos, robles, matas de pingüica. Sube primero, luego desciende y, por fin, enlaza con otra comunidad, envuelta en el mutismo: Mexiamora. Antaño muy activa, es ahora una especie de pueblo fantasma. Hay bastantes casas en pie, pero la gran mayoría con las puertas cerradas. No obstante, posee encanto singular. Muchas viviendas son de adobe y algunas lucen colores vivos. Se ven ventanas minúsculas, techos de lámina, huertos ocultos. La pequeña iglesia es más sencilla que las anteriores, pero su pintura es reciente, y un aviso colocado en una de sus paredes revela que continúa en uso.

Vista de la comunidad de Mexiamora. A la derecha, la iglesia y una colorida vivienda de esa localidad.

Proseguimos la caminata para subir al conocido como Cerro Bayo, colina que puede verse desde muchos lugares del núcleo urbano, debido a los altos árboles (eucaliptos) que coronan su cima. Es el sitio elegido para el almuerzo, antes de iniciar el descenso que nos llevará de regreso a la ciudad. El asunto marcha de maravilla, hasta que aparecen los cuervos. ¿Los atrajo el olor de la comida? Es un misterio. El caso es que su exhibición es tan intimidante que preferimos escapar.

Cruz ubicada en la cima del cerro Bayo.

Esos animales alados tienen fama de ser aves de mal agüero. Esta creencia puede ser un mito, pero en este caso hicieron honor a su reputación, pues de ahí en adelante todo comenzó a ir mal. El descenso hacia el río Guanajuato estuvo sembrado de inconvenientes que incluyeron un largo desvío, el hallazgo de dos enormes reses putrefactas, cuya fetidez nos acompañó largo rato, el cruce del gigantesco tiradero municipal, que provocó una especie de depresión ecológica, y un largo y feo tramo final que nos cubrió de polvo desde el cabello a los zapatos.

Felizmente, al final del trayecto, en el puente de Nochebuena (antes de Santa Ana), un par de cervezas compensó la mala impresión. A la sombra de un mezquite no tan verde, el recuerdo de la primera parte del trayecto levantó el ánimo. De los poblados que alguna vez fueron pequeños emporios mineros, quedan solo retazos de grandeza, huellas de un pasado que, sin embargo, permiten disfrutar momentos de paz y sosiego difíciles de encontrar en nuestros días.

Mapa de la ruta.

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